Pertrechados con armas de fuego, cuchillos y cócteles molotov, varios terroristas asesinaron a más de 140 personas el pasado 22 de marzo en el enorme complejo comercial Crocus City, situado a las afueras de Moscú. Los atacantes incendiaron parte del edificio y se dieron a la fuga. Horas más tarde, el Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) se atribuyó la autoría, desconcertando a la opinión pública. ¿Por qué se produjo el atentado? ¿Debería sorprendernos?
Rusia, el objetivo antológico
La memoria histórica es un proyecto político del presente que se ancla en el pasado. Un relato sobre lo que ocurrió, y que sirve para respaldar nuestras identidades y decisiones. Como no podía ser de otra forma, los grupos yihadistas también trabajan de forma permanente en la construcción de un discurso que, con la legitimidad que otorga la historia, justifique sus dogmas. Entre ellos, que el ruso étnico (russkiy) es un enemigo del islam.
Este mantra se sostiene en acontecimientos convenientemente interpretados como agravios a la comunidad musulmana (umma): la colonización zarista del Cáucaso en el siglo XIX, el ateísmo soviético y las guerras de Chechenia de 1994 y 1999. Estos y otros sucesos son leídos como la demostración de una hostilidad naturalmente rusa, que no depende de coyunturas, y de la que es legítimo defenderse. Un chascarrillo habitual entre los yihadistas norcaucásicos, y que ilustra a la perfección esta pretendida continuidad histórica, es hablar de Rusia como el país de «los tres vladimires»: el Príncipe Vladímir, evangelizador del Rus de Kíev; Lenin, dirigente del bolchevismo herético; y Putin, colonizador contemporáneo del Cáucaso Norte.
No obstante, este relato contado en clave regional corre el riesgo de ser efectivo solo entre los musulmanes rusos, los compatriotas (rossiyane), pero no en el resto. Por ello, también interpela a quienes viven más allá de las «fronteras imperiales», recordando la épica de los muyahidín modernos. Aquellos «barbudos» que en el Afganistán de los 70 combatieron en nombre de Alá, lo hicieron contra el ejército soviético. Fue una guerra fundadora, mitificada y fetiche, cuyo éxito es ejemplarizante. Una brújula. Les muestra el camino –la lucha– y los obstáculos –lo que encarna Rusia: ateísmo, cristiandad, idolatría, perversión–.
Este acervo no serviría de nada si no se proyectase en la actualidad. Además del férreo control que Ramzán Kadírov y compañía ejercen vicariamente en el Cáucaso, los yihadistas pueden reprochar al Kremlin su cercanía al chiísmo, considerado por ISIS como apóstata. De este modo, la intervención rusa durante la última guerra en Siria o su alianza con Irán son el combustible que mantiene viva la vieja llama de la enemistad.
La ventana ucraniana
El 25 de marzo, Vladímir Putin compareció ante los medios para, por primera vez, aceptar la participación de «extremistas islámicos» en el atentado de Crocus City. Tardó cuatro días en admitir lo que todos sabíamos. Durante este tiempo, ISIS, con una inaudita e insistente actitud, añadió a su comunicado inicial fotografías y vídeos de los perpetradores. Con todo, el presidente ruso matizó su intervención. Si bien no le quedaba más remedio que reconocer «la mano yihadista», sembró dudas de la autoría intelectual. Su indicio es que los terroristas fueron detenidos escapando a Kíev.
No es la primera vez que se relaciona a Ucrania con el islamismo. Coordinados con el ejército ucraniano combaten brigadas voluntarias, entre las que se encuentra el batallón del jeque Mansour, compuesto fundamentalmente por chechenos. Esta unidad tiene un origen nacionalista, secular, y huye de la retórica salafí, lo que no impide que haya integrado a veteranos yihadistas. Este es el caso de Rustam Azhiev. Pero Azhiev –o Abdul Hakim al-Shishani, como también se le conoce– no perteneció nunca a ISIS; al contrario, lo combatió durante su paso por Siria militando en Ajnad al-Kavkaz, una guerrilla cercana a Al-Qaeda. Quien sí juró lealtad al Califato fue Baurzhan Kultanov, que relató al digital Meduza cómo el Servicio Federal de Seguridad ruso (FSB) le reclutó para, a cambio de una reducción de condena, infiltrarse entre los chechenos que combaten por Kíev.
De este modo, la presencia de yihadistas en Ucrania no es descabellada. En un informe de enero de 2024, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas reconoció la preocupación de algunos Estados miembro ante la posibilidad de que ISIS estuviese utilizando este país como puerta a Europa. Sin embargo, nada de esto prueba la complicidad insinuada por Putin. Es tan desgraciadamente frecuente, que no aportaría mucho listar los países utilizados como lugares de paso por los yihadistas, sin que exista connivencia o dirección de sus gobiernos. La explicación de Moscú es débil, además, por otras razones: se basa en confesiones obtenidas bajo tortura, e inventa que ningún musulmán cometería tal masacre en Ramadán, omitiendo que ISIS argumenta cada año que atacar a los enemigos del islam durante el mes sagrado resulta una victoria segura.
El último dato que aleja de la verdad la hipotética conspiración entre ISIS y la administración ucraniana lo dio el 26 de marzo el presidente bielorruso, Aleksandr Lukashenko. Según su versión, los terroristas fueron interceptados camino a Ucrania, sí, pero tras intentar, infructuosamente, refugiarse en Minsk.
El «marco de la guerra» y los retos del futuro
Siendo así, ¿por qué Putin culpabiliza a Kíev del atentado? La respuesta más sencilla es porque puede. Su triunfo electoral del 17 de marzo demuestra la incontestable adhesión del pueblo ruso a su figura, por lo que realmente no necesita fabricar (más) conspiraciones para justificar la guerra. Sí, tal vez, para profundizar su política ultraderechista, poniendo sobre la mesa la legalización de la pena de muerte, o encajar otra movilización general al frente. Incluso quizá todo sea más simple, y ya no puede escapar del paranoico «marco de la guerra» que ha construido, y que machaconamente repite su sistema neopatrimonial de medios de comunicación: la supervivencia de la nación rusa está en permanente peligro. De paso, la teoría de la confabulación evita admitir los fallos de seguridad cometidos, evidentes tras desoír las advertencias de las embajadas occidentales.
Sea cual fuere la razón, Rusia tiene problemas más importantes que resolver que las urgentes hostilidades –a veces reales, a veces imaginarias– de Occidente. Desde hace años, millones de inmigrantes procedentes de Asia Central habitan las periferias de las grandes ciudades rusas, trabajando en condiciones deplorables y recibiendo odio xenófobo. Las etnografías del radicalismo son claras al respecto, y señalan el desarraigo, el racismo o la sensación de injusticia como factores que empujan al extremismo. Las barreras a la inclusión generan repliegues, guetos, búsquedas de lazos identitarios con otros migrantes, que a veces se expresan religiosamente. Precisamente, la rama de ISIS que ejecutó el ataque del Crocus City fue el Estado Islámico del Gran Jorasán (ISIS-K), que incluye territorios de Asia Central y meridional. Sus ejecutores fueron, por cierto, trabajadores originarios de esta región.
Y todo ello sin olvidar que, aunque con menor capacidad operativa, también existen filiales de ISIS y otras organizaciones yihadistas en el Cáucaso Norte, donde la represión y las condiciones de vida tampoco son halagüeñas. En la prevención del terrorismo, la desigualdad socioeconómica y las guerras son peores compañeras que la realpolitik.
*Adrián Tarín Sanz es doctor en Comunicación y autor de ‘La yihad en Rusia’ (Icaria Ed.). Actualmente es investigador del Departamento de Comunicación y Educación de la Universidad Loyola de Andalucía.