Quizá hayan oído hablar del Santo Niño de La Guardia, aquel crío asesinado en mil cuatrocientos ochenta y pico por un grupo de judíos y de conversos, que decidieron no solo secuestrar y asesinar a la criatura, sino hacerlo con un ritual que reproducía la crucifixión de Cristo: le escupieron, abofetearon, flagelaron, clavaron a la cruz y asesinaron. Por si no era poco, le arrancaron el corazón y ultrajaron una hostia consagrada. Ocho hombres pagaron en la hoguera un delito en el que jamás se presentó la víctima ni se supo su nombre, ni hubo denuncia alguna por parte de los padres, ni se sabe exactamente cuándo se produjo. Sí hubo varias confesiones extraídas mediante la tortura.
Esa y otras muchas historias de secuestros y asesinatos rituales, y de profanación de hostias, supuestamente realizados por judíos y judaizantes, vinieron repitiéndose durante buena parte de la Edad Media. No solo eso, aún hoy, en la página web del Arzobispado de Madrid se cuenta la historia como si hubiera sucedido, aunque se indica que el artículo está siendo revisado –desde hace dos años por lo menos–; no se explica en qué consiste esa revisión. También se mantienen en La Guardia (Toledo) los festejos religiosos en torno al suplicio del pobre niño, que continúa siendo el patrón de la localidad, por mucho que su existencia sea menos que probable.
El antisemitismo tiene una larga y persistente tradición en España. Aunque parezca mentira, la Iglesia lo revive todos los años espoleando la piedad popular mediante la (re)construcción del odio al judío en festejos y conmemoraciones. Por cierto, en el Museo del Prado se puede ver hasta mediados de enero la exposición El espejo perdido. Judíos y conversos en la España medieval. Se trata, sobre todo, de una exposición que revela –mediante textos, pinturas y esculturas– la evolución de la imagen de los judíos entre los cristianos. Desconfianza, recelo, odio no se dieron siempre en la misma medida. Aunque si durante un tiempo dominaban las voces que pedían la integración de los judíos, más bien, su asimilación, pues se les exigía renunciar a su religión y sus costumbres, poco a poco fue imponiéndose la voz de quienes reclamaban su persecución y su expulsión, incluida la de los conversos, con aquella exigencia de pureza de sangre que prefiguraría el racismo contemporáneo.
El odio al otro, no solo al judío
El odio al otro, no solo al judío, suele viajar a lomos de bulos, insidias, intereses ocultos, avaricia. Hoy, salvo una minoría conspiranoica y un puñado de nazis irredentos, pocos en España fijan su odio en los hijos de Sion. Por mucho que la derecha, no solo la española, haya descubierto en el insulto «antisemita» la maza que blandir ante quien critique los crímenes cometidos por el Gobierno de Israel, lo cierto es que el antisemitismo europeo parece confinado a algunos países del Este y a Alemania, donde el nacionalismo y el antisemitismo han ido de la mano durante buena parte del siglo XX, y en los que incluso ha habido un repunte de las agresiones contra judíos y atentados contra sinagogas.
En Europa Occidental, con la salvedad de Alemania, es hoy más probable que te agredan y discriminen por ser musulmán que por ser judío. Entre otras cosas porque la ultraderecha ha decidido cambiar de diana y crear un nuevo chivo expiatorio contra el que azuzar la xenofobia, a menudo también auxiliada por una parte de la Iglesia que sigue aspirando a encabezar una religión universal.
Tampoco es algo nuevo en la historia de España. Si en 1492 se expulsó a los judíos después de perseguirlos salvajemente, a principios del siglo XVII se hizo lo propio con los moriscos, a los que se acusó de conspirar contra la monarquía española con los turcos o con los franceses, a menudo sin pruebas. La construcción del otro, el diferente, el que adora a otro dios y practica otros ritos y costumbres, ha sido siempre una herramienta de los regímenes totalitarios, no solo de derechas. Los medios para crearlo son hoy más sofisticados, pero su núcleo es el mismo: los bulos, las acusaciones infundadas, la criminalización, la generalización que los convierte no en personas concretas sino en prototipos que encarnan todos los vicios.
Hoy el nuevo judío es el «moro». Es él quien quiere abusar de «nuestras» mujeres, el delincuente, el terrorista, el fanático, el retrógrado, el sucio, el cobarde. Se le inventan delitos, se manipulan estadísticas, se magnifica el peligro que entraña, también el que proviene de sus niños, a los que la ultraderecha más despiadada acosa y amenaza. Se les discrimina cada día: ya vimos que no es lo mismo ser refugiado ucraniano que sirio, ya vemos que no es lo mismo ser víctima israelí que palestina.
La derecha española hace tiempo que abrazó la islamofobia; también ese racismo tan poco sutil que convierte en musulmán a cualquiera que venga de países árabes o cuya religión oficial sea la islámica, y que convierte al musulmán en islamista, y al islamista en terrorista. Hay quien exige que no se les permita entrar en Europa; hay quien predica una nueva expulsión morisca; hay quien pide que cerremos los ojos a los acosos, desahucios, deportaciones y masacres sufridos por la población civil, si es musulmana. Hay, no hace falta que ponga yo nombres, quien considera que criticar la barbarie de los bombardeos no ya indiscriminados, sino dirigidos a objetivos civiles, es «moralina».
Los hubo en el siglo XV, en el XVI, en el XVII y no ha dejado de haberlos hasta hoy: quienes se benefician política o económicamente de la persecución de las minorías, quienes están dispuestos a subvertir la verdad y a provocar muertes con sus mentiras. No me estoy poniendo dramático; es así. Persiguen sus objetivos en aras del realismo geopolítico sin que, al parecer, las víctimas les quiten el sueño. Están entre nosotros. Los monstruos casi nunca vienen de fuera.