Lo más difícil de escribir un artículo sobre la Unión Europea no es entender el entramado institucional, quién es competente para qué, cómo se elige a los miembros de la Comisión y para qué demonios sirve el Parlamento Europeo. Ni es tan difícil, si te aplicas un poco, distinguir el BCE del BEI ni el TJUE del TEDH, e incluso se aprende sin esfuerzo que este último tribunal no tiene nada que ver con la UE, sino con el Consejo de Europa, que habremos también aprendido a distinguir del Consejo de la Unión Europea. Lo más difícil de escribir un artículo sobre la Unión Europea no es eso. Lo más difícil es que te lean. A saber cuánta gente habrá llegado hasta este punto y aparte antes de pasar a otro artículo.
¿Qué España ostenta la presidencia del Consejo de la Unión Europea durante este semestre? Buf, a quién le importa. Bien porque Bruselas y sus asuntos nos parecen muy lejanos, bien porque consideramos que ese club dominado por Alemania y Francia no tiene nada que aportar a las cuestiones que de verdad nos preocupan. En eso coinciden la izquierda a la izquierda de la socialdemocracia y la derecha populista, es decir, quienes desean una política anticapitalista y más cercana a la comunidad y quienes añoran la época dorada de los Estados nación.
Dejemos de lado a quienes sienten que les estorba Europa porque quisieran unas fronteras aún más impermeables a la migración, o discriminar a sus ciudadanos por su orientación sexual o su etnia, quienes desearían, en fin, amordazar a la prensa y a los tribunales. Lo que me interesa aquí es por qué la izquierda tiende a mirar con desconfianza y también hostilidad a la Unión Europea y, sobre todo, por qué no ve la posibilidad de utilizarla para conseguir una sociedad más justa, igualitaria y solidaria.
Sé lo que estáis pensando: ¿cómo se van a tener esas expectativas si en las últimas décadas la UE ha sido un bastión neoliberal que ha aplicado políticas austericidas en la crisis de 2008 y defiende una política migratoria homicida? No seré yo quien lo niegue, pero quizá se nos están pasando por alto posibilidades de aprovechar la fuerza del supranacionalismo europeo y de no conformarnos con un neoliberalismo con tintes sociales (cuando los tiene) y mucho menos con la vuelta a los Estados nacionales cerrados, autoritarios y, por lo general, impotentes frente a la globalización.
Este verano he descubierto un libro que sistematiza de manera óptima las razones para volver a conceder valor a la Unión Europea desde una perspectiva de izquierdas. El título y el subtítulo son reveladores: Europa, la utopía practicable. Per una República europea, igualitària, mestissa, descentralitzada y postnacional (Adam Majó Garriga, Icaria 2022).
Majó da un repaso a los logros y a las fallas de la política europea como la conocemos hasta ahora, pero independientemente de qué lado pese más desde la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, aquel embrión de lo que llegaría a ser la UE tras varias transformaciones de fondo, llega a una conclusión que debería resultar evidente: en un mundo globalizado, en el que el capital se coordina para imponer sus intereses y sus modos de producción en casi todas partes, los Estados son impotentes, casi tanto como sus ciudadanas y ciudadanos.
Solo una gran potencia puede permitirse transformaciones profundas de su sociedad y su economía sin ser arrasada por las fuerzas del mercado –no solo a través de la competencia, también a través del uso de la fuerza–. Si la orientación austericida durante la crisis económica mostró todo lo que puede ser dañino en la UE, la respuesta mejor coordinada y de ayuda a superar la pandemia –también económicamente– marcó por dónde pueden ir los tiros. También la presión para oponerse desde Bruselas a las tendencias autoritarias en algunos países miembros nos da una idea de cuál es la diferencia para la población entre tener o no tener recurso a una estructura superior a la del propio Estado.
Además, tendemos a culpar a la UE de crímenes que son de los Estados. Es el Consejo Europeo, es decir, los ministros y primeros ministros, quien más poder tiene en la UE, no la tan denostada Comisión y menos el Parlamento; es decir, muchas decisiones no las toman supuestamente oscuros burócratas sino los gobiernos nacionales, aunque de regreso a sus países se laven las manos y finjan inocencia.
La política migratoria sería aún más salvaje en algunos países si no les frenase la legislación europea. Nadie obligó a España a regalar decenas de miles de millones a la banca ni a aprobar una legislación hipotecaria que hizo dispararse el precio de la vivienda y endeudarse a millones de españoles, y tampoco le exigió nadie las intervenciones criminales en las fronteras. El problema no es la UE: el problema es el excesivo poder allí de los gobiernos nacionales y, al mismo tiempo, el escaso poder que cada uno tiene dentro de su propio país. ¿O no nos escandalizamos cada vez que un gobierno de izquierdas tiene que dar marcha atrás en sus exigencias, doblegado por la fuerza bruta del capital?
Imaginemos una mayoría de países con gobiernos de izquierdas, dispuestos a transformar realmente la sociedad. Imaginemos que, para ello, en lugar de luchar aislados contra el capital, que torpedeará todos los intentos de lograr esa transformación -por ejemplo, denunciando las leyes de protección del medio ambiente, cosa que ya ha sucedido, o la renacionalización de la producción de energía–, unen sus fuerzas y hacen frente al poder tremendo de la industria, los servicios y la banca globales. Imaginemos que para ello estén dispuestos a perder parte de su poder individual y cedérselo a una instancia supranacional y a sus regiones.
Imaginemos por el contrario que no lo hacen, en este momento en el que ya ni siquiera nos enfrentamos al neoliberalismo sino a su metamorfosis en un populismo de derechas que socava los principios más básicos de la convivencia y los derechos humanos.
Parece preferible la «utopía practicable» de intentar dar un impulso a la izquierda europea en la UE, más aún si tenemos en cuenta que el sindicalismo y la cooperación entre partidos de izquierda en el ámbito europeo están muy poco desarrollados y carecen de instrumentos para defender a los trabajadores y trabajadoras.
Para ello sería necesario no solo conseguir esos gobiernos de izquierda, también que sus votantes abandonasen su desidia en todo lo que concierne a Europa y participasen masivamente en las elecciones al Parlamento Europeo.
Así que aunque hasta ahora no haya sido noticia, a mí me parece una buena noticia que no sean Feijóo y sus aliados quienes ostenten la presidencia del Consejo de la UE, sino –menos da una piedra– un gobierno de centro izquierda. Y deberíamos estar atentos para exigirles no solo por lo que hacen en casa, sino por lo que impulsan en Europa. El futuro nos va más en ello de lo que tendemos a pensar.