Este artículo pertenece a la serie de José Ovejero #UnAñoFeliz, cada dos semanas en La Marea.
Cuando empecé a escribir esta columna no esperaba yo que se me acumulasen las buenas noticias, más bien suponía que debería devanarme los sesos para encontrar alguna. Sin embargo, desde la última entrega de Un año feliz, he leído dos informaciones que me han alegrado mucho. ¿De cuál de ellas escribo yo ahora? En alemán hay una expresión para la dificultad que se produce cuando tienes varias posibilidades buenas y debes elegir una: die Qual der Wahl, el tormento de escoger. He resuelto el dilema teniendo en cuenta la importancia de cada una.
Dejo de lado entonces la que se refiere a la aprobación de un decreto que concede prestaciones especiales a los artistas para tener en cuenta las condiciones de trabajo específicas del sector. Es sin duda importante, pero afecta a un grupo limitado de personas… aunque esto no es del todo cierto: la buena salud de las actividades culturales redundan en beneficio de toda la sociedad. Pero la segunda noticia nos afecta a todos, literalmente, desde el Ártico a la Antártida.
Muchas y muchos no recordarían, o ni siquiera conocerían, las siglas CFC y HCFC antes de haber leído recientemente la noticia de que, según la Organización Meteorológica Mundial, el agujero en la capa de ozono se está cerrando. Sin embargo, cuando me ganaba la vida como intérprete de conferencias, tuve que aprender a usar expresiones en la cabina de interpretación como «compuestos halogenados», «clorofluorocarbono» o, aún más trabalenguas, «hidroclorofluorocarbono».
Antes de que el calentamiento de la atmósfera acaparase la atención mediática, hubo, en los años ochenta y noventa, un escenario apocalíptico mucho más preocupante: la reducción de la capa de ozono, incluso su desaparición en las zonas más frías del planeta, estaba permitiendo la llegada a la superficie terrestre de más radiación ultravioleta, lo que producía un incremento del cáncer de piel, afectaba a numerosas especies –estaba, por ejemplo, dejando ciegos a los conejos en Chile y Australia– y podía destruir numerosos cultivos.
¡No, nooo!, gritaban los industriales. Eso es catastrofismo. Y en sus discursos en defensa de la producción de CFCs, usados sobre todo en refrigerantes y aerosoles, salían siempre palabras como crecimiento, progreso, riqueza, puestos de trabajo. La multinacional DuPont puso en duda las pruebas de que los CFCs fuesen los causantes del daño a la capa de ozono –negacionistas ha habido siempre–.
En las reuniones a las que asistí como intérprete, los delegados de la industria se retorcían en sus asientos cuando la Comisión de la Comunidad Europea les anunciaba leyes para acabar con la producción de CFCs, y proponían, en lugar de recurrir a legislación, compromisos voluntarios, o, como lo llamaban sin ninguna conciencia de machismo, un gentlemen’s agreement (acuerdo entre caballeros), como si fuese posible un acuerdo entre caballeros en un barco pirata.
Si se consiguió frenar la amenaza es porque después de la entrada en vigor del Protocolo de Montreal en 1989 y de una serie de acuerdos para completarlo, los gobiernos prohibieron la producción de CFCs, que fueron sustituidos por otros productos, si no del todo inofensivos, sí mucho menos dañinos para la capa de ozono.
Si esto fue posible no se debe solo a la voluntad de hierro de los gobiernos; algún papel debió de desempeñar que las grandes multinacionales que producían CFCs fueran capaces de patentar los sustitutos, como los HCFCs. DuPont, por ejemplo, recibió la Medalla Nacional de Tecnología de Estados Unidos por su trabajo en el desarrollo de nuevos refrigerantes. Contengamos la risa al recordar acontecimiento tan solemne.
Entretanto también se ha acordado la prohibición gradual de los HCFCs porque, aunque en mucho menor medida, siguen destruyendo la capa de ozono. Y también, con un plazo más amplio, los HFCs –que no contienen cloro–, los cuales no dañan el ozono de la estratosfera, pero contribuyen de manera sustancial al calentamiento global.
Si se consigue cerrar el agujero de ozono y recuperar el grosor natural de esta capa de gas, además de volver a niveles no peligrosos de radiación ultravioleta, se ayudaría a reducir el calentamiento global, más aún con la eliminación de los HFCs. Pero ya sabéis que la felicidad nunca es perfecta. Precisamente el calentamiento global es una nueva amenaza para la capa de ozono, por ejemplo, mediante el aumento del número y la intensidad de los incendios que van de su mano: las partículas en suspensión producidas destruyen la capa de ozono.
¡Nooo, catastrofistas, no está demostrado que…!, gritarán de nuevo nuestros capitanes de industria y sus cómplices. Pero no permitamos ahora que nos irriten con su ceguera interesada y brutal. Celebremos un triunfo en un sector, el medioambiental, en el que no es nada frecuente tener motivos para brindar.