Hace poco tuvimos en casa a mi hermana y a su hija, Hélène. Ambas viven fuera de España, así que cuando visitan a la familia florece un tipo de intimidad profunda que alivia la saudade y nos convierte en una gran tribu que convive las 24 horas. En ese tiempo amplio –diurno y nocturno– de convivencia, pude aprender mucho de la pequeña Hélène, una criatura de 18 meses extremadamente curiosa que comienza a dejarnos clara su personalidad. Extrovertida, le encanta interactuar con la gente y, si percibe a algún miembro de la tribu desconectado del juego, le lleva una pieza de puzle, le regala una galleta, o directamente lo abraza.
En el parque actúa igual con los niños, comparte los juguetes y no entiende cuando los demás no prestan los suyos, pues aún no ha interiorizado los dictámenes de la propiedad privada. Hélène, además, muestra una sensibilidad especial con los animales: los adora sin jerarquías, y lo mismo se acerca a un perro que a los patos del estanque o a una lagartija. Su mundo (aún) no está fragmentado en especies ni rangos sociales; si respiras, ten por seguro que ella te tenderá la mano.
Cuidando a mi sobrina me pregunté muchas veces en qué momento las personas abandonamos los valores por los que ella se guía –tolerancia, generosidad, respeto a otros seres vivos– para incorporar los del capitalismo depredador; a saber, cuándo asimilamos un egoísmo e individualismo que se articulan de manera sistémica, pero no responden a ninguna suerte de naturaleza humana. Más bien serían aprendidos y, si esto es cierto, entonces podrían cambiar, de la misma forma que se puede modificar el modelo de sociedad que hemos construido.
El grupo de trabajo dedicado a la Transición Ecológica Justa (TEJ) en el contexto de Sumar, el proyecto político liderado por Yolanda Díaz, realiza un pequeño ejercicio de justicia intergeneracional al permitir la participación de niñas y niños de entre 8 y 12 años, cuyas ideas aparecen recogidas en el informe final: ellos, mayores que Hélène, pero igual de avispados, no sólo “conocen prácticamente todos los problemas ecológicos”, sino que “plantean soluciones que parten de la empatía con animales, plantas y personas y con las situaciones de injusticia”.
Es razonable considerar a la infancia para abordar la crisis climática; al fin y al cabo, será el colectivo que más sufra sus efectos, sin haberlos provocado. Es razonable, asimismo, que los adultos les prestemos la atención que merecen, y que actuemos con urgencia, porque –asegura el documento–, es la inacción lo que genera ansiedad, “futurofobia”, y una fractura generacional que he analizado en otra parte.
Imaginar un orden distinto
Reconozco que, cuando me llamó Yayo Herrero, referente internacional en ecofeminismos y encargada de coordinar el grupo TEJ, para contribuir con reflexiones a esta iniciativa en la que han colaborado 199 humanos más, me alegré muchísimo; en parte por ver funcionando en el ámbito institucional un proyecto tan ambicioso que no es un programa electoral, sino una batería abierta de herramientas para darle la vuelta a todo, en un panorama de crisis ecosocial donde aún es factible que la sacudida resulte beneficiosa para la ciudadanía. Aquí hemos aportado granitos de arena gentes sin carné de ningún partido que creemos en la democracia participativa –uno de los objetivos– y somos conscientes de que el planeta “se sostiene solo” y lo que se baraja en un hilo es nuestra especie (y muchas más), habitantes de un orden “que ha declarado la guerra a la vida” y, con ello, al bienestar colectivo.
Así, el grupo TEJ se ha centrado en imaginar un orden distinto cuya finalidad es garantizar “condiciones dignas de existencia” para todos como derecho innegociable en un mundo cuyos límites biofísicos exigen vivir con menos (gasto energético, derroche, explotación laboral) y, a la vez, vivir mejor. El reto es inmenso, y debido a su magnitud, los temas se han solapado con algunos de los otros 34 grupos de trabajo, como cultura, pesca, agricultura o energía, dando lugar a conclusiones a veces antagónicas. Pero, como me contaba Yayo Herrero en una entrevista personal, será preciso que dichas conclusiones confluyan, ya que la Transición Ecológica Justa debe ser el marco que englobe lo demás, el “todo” que nos conmina a darle la vuelta.
Así, no habrá Transición posible sin una redistribución de la riqueza que pase por una nueva gestión fiscal, priorización de presupuestos para lo importante, una renta básica universal, equidad salarial y una reconfiguración del mercado laboral que se haga cargo de las personas empleadas en sectores en proceso de declive, bien por circunstancias climáticas o debido a su dependencia de materias primas cada vez más escasas (como los combustibles fósiles).
A cambio, se creará trabajo en áreas que permitan avanzar en la protección de la vida, como los cuidados, la investigación o la educación, que, como muchos servicios públicos, deberá ampliarse para satisfacer las necesidades de mayorías y minorías. La reutilización de minerales críticos y otros materiales, junto a un mejor manejo de los residuos en una búsqueda por la puesta en marcha de una economía circular requerirá también más manos, así como la soberanía alimentaria –acompañada de la agroecología– y la soberanía energética, siempre aunada al decrecimiento, pues España importa el 75% de la energía que consume y esto nos vuelve tremendamente vulnerables en la esfera geopolítica internacional.
Mención aparte merece una transformación cultural imprescindible a la hora de tejer imaginarios alternativos y otro horizonte de deseo en el que quepan la alegría, la fiesta y el ocio alejados del hiperconsumismo. “Movilizar la mirada artística” –dicen, decimos– e impulsar una creatividad que cuestione el modelo actual y abra senderos más benévolos es una tarea transversal que podría reinventar los museos, las bibliotecas, las escuelas como laboratorios al servicio de la dignidad colectiva.
Por último, el informe ofrece pautas de gobernanza con énfasis en la participación y deliberación ciudadana, pues una Transición de tal calibre, advierte, “no puede hacerse de arriba abajo sin correr el riesgo de caer en dinámicas autoritarias”. Que el suelo vuelva a ser fértil, que la biodiversidad no muera sino que prospere, que muchos territorios se renaturalicen y el espacio rural no adquiera matices de colonia son propuestas paralelas a los caminos viables con que azuzar una pedagogía inclusiva porque, sobre todo, se torna ineludible aprender en mitad de unas circunstancias sin precedentes.
Tal vez sea ése el motivo por el cual fijar la mirada en los niños. Nadie como ellos interroga y adivina mejor la vida, la palpa y saborea desprovistos de prejuicios y vicios estructurales que sólo el tiempo –y el capitalismo– nos tatúa en la piel conforme va ajándose. Por mi parte, sólo quiero que regrese Hélène y poder decirle que sí, que vamos a jugar, justamente como ella quiere, sin dejar a nadie en la estacada.