Las elecciones autonómicas y municipales del 28 de mayo están dejando un reguero de análisis a raíz de unos resultados que muestran una aparente hegemonía social de las fuerzas conservadoras y reaccionarias. La pérdida de votos y feudos del PSOE ha llevado al adelanto electoral de las generales anunciado el día después por el presidente Pedro Sánchez. La izquierda transformadora, representada por Podemos y sus distintas confluencias electorales, ha sufrido un varapalo que la ha dejado en porcentajes de votación muy inferiores a los que venía cosechando. En paralelo, el PP y Vox han capitalizado la debacle de Ciudadanos. La ultraderecha entra con fuerza en muchos municipios y será decisiva para la conformación de nuevos gobiernos autonómicos.
Más allá de las explicaciones que proporcionan a este panorama la distribución de votos entre partidos, su análisis segmentado por grupos de edad, territorios, etc., hay un elemento común, presente en estas y otras votaciones, que no debería ponerse en segundo plano a la hora de abordar los resultados: la abstención. Y, dentro de esta, su porcentaje siempre mayor en los barrios de clase obrera.
Abordar este tema es clave para la izquierda por muchos motivos. El primero y fundamental, porque no es posible ninguna transformación social real sin la participación de la clase trabajadora; segundo, porque, como demuestran los datos, cuando la clase obrera vota, lo hace principalmente por partidos de izquierda o progresistas; y, tercero, porque la movilización de los barrios obreros es la mejor garantía para frenar esa ola reaccionaria que amenaza con llegar a posiciones de gobierno para revertir todo tipo de derechos.
Detrás de la abstención hay distintas actitudes hacia la política, lo político o los políticos. Desde el rechazo a participar en el sistema por una convicción política fundamentada, como podría ser el caso de los anarquistas refractarios a validar cualquier iniciativa que refuerce a un Estado en el que no creen, hasta la indiferencia de quien no se ve interpelado por un mundo que ve demasiado ajeno, existe toda una gama de posicionamientos que pueden responder a múltiples factores.
Cierta izquierda crítica con el reformismo de los partidos hegemónicos de la izquierda plantea que la clase obrera no vota porque no ve en las ofertas políticas disponibles ningún partido que responda a sus expectativas o que hable de sus dificultades. Sin negar que existe un problema de representación y legitimidad de la izquierda para mucha gente de los barrios, que perciben a los líderes de la izquierda como a personas alejadas de sus condiciones materiales de vida, lo cierto es que detrás de la abstención no siempre hay un posicionamiento político que demande más y mejores políticas sociales a la izquierda en las instituciones o más contundencia y radicalidad en sus planteamientos.
Ojalá existiera una mayoría de trabajadores que no vota porque quiere una izquierda más radical, pero los porcentajes de voto a fuerzas políticas con discursos políticos más rupturistas, o los porcentajes tradicionales de voto a las opciones abiertamente comunistas en España, no apuntan a este hecho. Por supuesto, afirmar lo anterior no niega que exista también desencanto por parte de los sectores más conscientes y combativos de la clase obrera insatisfechos con el posibilismo institucional de muchas de las principales formaciones de izquierdas. Y tampoco implica que los principios y valores de la izquierda deban abandonarse, sacrificándolos en una transversalidad electoralista.
Sin duda, la mayor abstención obrera es un fenómeno complejo, multicausal y diferenciado, que merecería reflexiones más pausadas y extensas, pero que no puede entenderse sin una mirada histórica de conjunto que apunte a las transformaciones de la sociedad y la política española. El reflujo de las luchas después de la Transición, la captación institucional, el paulatino abandono de los barrios por parte de la izquierda alternativa, la disminución del tejido asociativo y la consiguiente ruptura de los lazos vecinales tuvieron un gran impacto en la vida cotidiana de los trabajadores. Desde los medios y la alta política, el bombardeo de un agresivo discurso individualista y neoliberal, la banalización de los contenidos mediáticos y una marginación, cuando no ridiculización, de las opciones de izquierdas que no pasaran por votar al hegemónico PSOE, acabaron de poner las bases para el proceso de despolitización que subyace en la abstención.
El descrédito de la política, la percibida inacción de los sindicatos mayoritarios y la crisis económica de 2008 explican, en parte, el estallido del 15-M en 2011. Fue un terremoto que cuestionó los cimientos del régimen del 78. El 15-M propició que se abriera un nuevo ciclo, también en lo institucional, con la creación de nuevos partidos políticos, como Podemos, y candidaturas ciudadanas municipalistas que pronto cosecharon muy buenos resultados. Con ojos actuales cabría preguntarse si no fue un espejismo de politización que hizo creer en la posibilidad de un horizonte de transformación cercano, pero en el que buena parte de la clase obrera se mantuvo también al margen de los acontecimientos, aunque sirviera para que otra se movilizara, por primera vez, después de mucho tiempo.
Hoy nos encontramos ante un escenario donde el régimen logra esconder su crisis de legitimidad, que se sostiene gracias a los bajos niveles de involucramiento y participación política, aunque estos, paradójicamente, también socavan sus pilares. La crisis económica persiste, aunque con respuestas distintas al austericidio, y el eje del debate lo controla la derecha a través de su hegemonía mediática. No es de extrañar que, ante este escenario, una parte del voto de protesta lo está canalizando la ultraderecha.
El apoliticismo imperante entre buena parte de la clase trabajadora se convierte en antipolítica gracias al individualismo atroz inoculado durante décadas. La injusta idea de que “todos los políticos son iguales” no ha sido barrida del imaginario ni siquiera a pesar de la acción gubernamental distinta de muchas fuerzas que han marcado en estos años la diferencia en las instituciones, sea en municipios, comunidades autónomas o desde el Estado. Quizás uno de los motivos puede ser que los logros tan publicitados no han llegado al conjunto de la clase trabajadora y ello lleve a un rechazo por el incumplimiento de expectativas. Siguiendo esta lógica, se penalizaría más a quienes dicen gobernar para los de abajo desde las instituciones sin que las personas supuestamente beneficiadas perciban en lo concreto sus resultados.
Pero quizás estamos también ante un problema más profundo que va más allá de la desafección política hacia los partidos y la desconexión electoral, que puede ser también del sistema. Se trata de un estado de ánimo que parte de una resignación fatalista, sin duda inducida, que a veces se expresa en una despreocupación por cualquier tipo de acción colectiva, que se desdeña como inútil para resolver los problemas individuales.
El sistema, a través de sus distintos aparatos ideológicos, ha sido hábil en inocular la idea de que luchar no sirve. Frases que consagran la atomización social como “nadie va a hacer nada por ti” impactan en lo electoral, pero disuaden incluso de la defensa de los propios derechos en el ámbito laboral. Quizás aquí radique el desafío más urgente que tiene ante sí la clase obrera, pues si no damos la batalla ni siquiera en aquello que vemos de manera más directa que nos concierne, como es la lucha en el trabajo, el lugar donde pasamos la mayor parte de nuestro día y del que depende nuestro tiempo y calidad de vida, poco podemos aspirar a transformar instituciones que están muy por encima de nuestra cotidianidad, aunque sus decisiones lejanas determinen también nuestras condiciones más próximas.
Combatir en la práctica el individualismo y la apatía parece crucial para volver a conectar a la clase trabajadora con sus tradiciones de lucha, sindical y política, haciéndola salir del letargo en el que décadas de hegemonía neoliberal la dejaron. Una labor en la que, como no podía ser menos, la clase obrera no tiene más salvadores que a ella misma.