Este artículo pertenece a la serie de José Ovejero #UnAñoFeliz, cada dos semanas en La Marea.
Leo en un periódico nacional, en un anuncio disfrazado de reportaje sobre el gran compromiso de la Fórmula 1 con la protección del medio ambiente, que el Banco de Santander apuesta por la lucha contra el cambio climático; se cita a los masai para dar colorido al artículo y se les atribuye la famosa frase –también puesta a veces en boca de cherokees y de sioux y de cualquier comunidad supuestamente sabia y suficientemente exótica– según la cual hemos tomado prestado el planeta a nuestros hijos. El Banco de Santander, y Ferrari y no sé quién más, están firmemente comprometidos con la sostenibilidad. Gracias, Banco de Santander, Ferrari, etc.
Un momento: ¿se trata del mismo Banco de Santander que va a la cabeza de la financiación de la expansión de los combustibles fósiles en África? ¿El mismo que ha aumentado en miles de millones sus inversiones en la perforación del Ártico? ¿Se ha caído Ana Botín del caballo de equitación, ha visto la luz y no nos habíamos enterado?
Como es infrecuente la conversión repentina de tiburones en pececillos de colores, siempre es prudente esperar los resultados de cualquier buena noticia medioambiental que implique a autoridades o grandes empresas (si es que se puede desligar a unas de otras). Pero, al menos sobre el papel, tenemos una muy buena noticia: la ONU ha llegado a un acuerdo para firmar un tratado que proteja las aguas internacionales, es decir, las que se encuentran más allá de 200 millas marinas de una costa y que hasta hoy están prácticamente desprotegidas, porque no le pertenecen a nadie. Y lo que no le pertenece a nadie pertenece a las multinacionales.
El tratado incluiría, entre otras cosas, establecer una zona protegida en el 30% de dichas aguas y exigir evaluaciones del impacto de las actividades económicas en alta mar. También se contempla el reparto de los beneficios obtenidos a partir de las especies, en principio sin dueño, que habitan en esas regiones, por ejemplo, por las industrias farmacéutica y cosmética, para que no acaben solo en los bolsillos de los países ricos.
He usado el condicional «incluiría» porque aún quedan detalles técnicos por resolver: Rusia ha anunciado que tiene que revisar el texto, no está claro lo que va a hacer China y deben ratificarlo sesenta países.
¿Hay esperanza de que se concreten algunos de esos resultados? Sí, porque el acuerdo no parte solo ni principalmente del deseo de la protección de la biodiversidad. Que el 90% de los grandes peces haya desaparecido en cien años, que el 30% de las especies estén sobre explotadas, que los arrecifes de coral estén muriendo, no bastaría para mover a tantos países a comprometer beneficios inmediatos. Lo que está en juego es la lucha contra el calentamiento global, la acidificación y contaminación de los mares, la seguridad alimentaria y la pervivencia de especies fundamentales para la industria pesquera. Es decir, sin la protección de los océanos están en peligro a medio plazo numerosas actividades económicas. Rara vez se protege lo que no tiene precio, por mucho valor que tenga.
De ratificarse, y si se suman suficientes países, este tratado podría ser tan importante como el Protocolo de Montreal para la protección de la capa de ozono, aunque, como muchos advierten, se trate de un acuerdo de mínimos. Será interesante de todas formas ver cómo se fijan las zonas en las que se permiten o no las actividades mineras en alta mar, tan destructivas y a un tiempo tan rentables, sobre todo ahora que el manganeso –y hay mucho en las grandes profundidades– parece ser la alternativa al litio en la fabricación de baterías.
Celebremos hoy, entonces, esta victoria, pero sin confiarnos demasiado: los piratas acechan; algunos, disfrazados de protectores del medio ambiente.