Hay algo peor que el negacionismo: el consciente inconsecuente. Quien cae en este modo de actuar sabe con seguridad que algo sucede pero considera que no será a él a quien le afectará o si algo está por venir no será él quien lo sufra. El consciente inconsecuente no está cegado por sus prejuicios, sino por el autoengaño, la pereza y el egoísmo. No niega los hechos, pero entiende que no será hoy cuando el desenlace llegue. Así, sabiendo que algo está en proceso o bien sostiene que aún tiene tiempo y sigue actuando del mismo modo o bien que serán los demás, a los que toque de pleno, quienes habrán de ocuparse. Y si le afecta o afectará en el futuro opta como premisa aprovechar hasta que ese momento, del que no se duda, llegue. Mientras se contenta con pequeñas medidas en un acto de autoengaño.
El ser humano es consciente inconsecuente cuando se refiere a sí mismo y a su destino. Nunca será él mismo quien muera, aunque se sepa mortal, o el que envejezca aunque sepa que pasan los años (siempre los demás están peor “conservados” que uno mismo). Así lo sostiene Joan Didion en Noches azules cuando confiesa: “La realidad es que he vivido toda mi vida sin creerme en serio que yo fuera a envejecer”. Vivimos toda la vida pensando que la vejez, la enfermedad, la muerte no nos tocará ni a nosotros ni a nuestros seres queridos. Sabemos que llegará pero no hoy, no ahora y, mientras tanto postergamos los planes importantes o nos bebemos la vida en una mala comprensión del carpe diem horaciano porque esta formulación no dice que vivamos al límite, sino todo lo contrario, que lo hagamos siendo conscientes de nuestros límites. Quizá entonces el inconsecuente es en realidad consecuente consigo mismo al pensar irracionalmente, aunque diga lo contrario, que la muerte, la enfermedad o la vejez no van con él.
Actuamos con la crisis climática como con la propia muerte: sabemos que está aquí, pero “no del todo”. Como quien envejece, no consideramos que realmente seamos nosotros los que lo estén viviendo. Y aplicamos nuestra particular versión del greenwashing. Pero el cambio climático sigue avanzando: aunque rápido es un proceso gradual en el que es preciso hacer un cambio estructural. Las decisiones que tomamos en nuestra vida en relación con el cuidado influyen en el final que tengamos. A veces incluso lo aceleran o lo provocan. Con el cambio climático sucede lo mismo: las decisiones que tomamos, incluso las más nimias, nos llevarán a saber vivir en la mesura de un límite que no debemos cruzar y que implica que no es posible un crecimiento constante al infinito.
“No será tan grave” dirán algunos. Solo hay que abrir los ojos para observar que el balance entre la regla y la excepción se ha invertido. Si antes los focos de contaminación se localizaban con claridad en el mapa, ahora se buscan infructuosamente focos de “naturaleza”, incluso viendo en la costa de islas paradisiacas plásticos y latas de cerveza. Lo “limpio” se desvía de la norma, lo que quiere decir que la regla es que haya contaminación en el aire, que el agua tenga desechos plásticos e hidrocarburos, que la tierra contenga fosfatos, ácidos inorgánicos, pesticidas y que el fuego lo arrase todo de forma incontrolada porque no se ha hecho prevención, es decir, sabiendo que hay incendios somos inconsecuentes.
A este rápido deterioro del medio ambiente se contrapone la lentitud de las modificaciones. Hacemos lo que podemos por “salvar el planeta” aunque justificamos el consumo de carne por encima de nuestras posibilidades, ignoramos el hecho de que compramos fruta envasada en plástico o seguimos alimentando sin oponer resistencia un sistema de producción que está convirtiendo nuestro planeta, como sostiene Michael Marder, en un vertedero. La nuestra es la época de la contaminación global.
Y así vivimos, sabiendo que el planeta está sufriendo las consecuencias de nuestros actos, pero sin querer renunciar a nada. Lo cierto es que al hacerlo somos consecuentes con una verdad que no queremos aprender: que estamos integrados con el planeta, que somos seres dependientes de lo que sucede en él no porque vivamos en su superficie, sino porque somos él. Somos biomasa que se nutre de ese mismo vertedero. Nuestras dietas, nuestras respiraciones y nuestra salud dependen del equilibrio con el ecosistema y hacen que seamos los seres vivos que somos. Somos literalmente nuestro medioambiente, que debería ser quizá entendido como el ambiente que nos atraviesa y constituye. La contaminación del agua o del aire es nuestra propia contaminación. La salud del planeta coincide porosamente con la nuestra.
El cambio climático “no solo” significa un aumento de las temperaturas con nefastas consecuencias, como el cambio de las corrientes marinas o la desaparición de innumerables formas de vida, sino también un aumento exponencial de las posibilidades de enfermar y una transformación de nuestra propia materialidad. Y así, o enfermos de estrés por soportar el nivel de producción que se nos exige (y contra el que no nos revelamos y que incluso alimentamos) o por la imbricación de nuestro cuerpo con lo que nos rodea, vivimos sabiendo que la muerte llegará pero no a nosotros, no hoy, tampoco mañana.
Sabemos que enfermamos, sabemos que lo normal es la contaminación, pero no hacemos nada. Siendo consecuentes con nuestra inconsecuencia no salimos a la calle para exigir medidas a los gobernantes, para que se invierta en hidroaviones en lugar de en aviones militares, para que haya un cambio energético no extractivista y un cambio estructural en nuestra forma de vivir. Y sabiendo todo eso, nos contentamos con reciclar el plástico que recubría innecesariamente la fruta. El agotamiento no llega de pronto, como tampoco llega de pronto la muerte. El clima ya ha cambiado de este modo por nuestro sistema de producción. Deberíamos ser consecuentes o, en su defecto, sufriremos las consecuencias.