¿Y si, durante un año, escribiera solo columnas de opinión sobre aquello que me hace feliz o que me da esperanza? Adelanto que no me he vuelto un adepto repentino al pensamiento positivo, y el lema «si quieres, puedes» me sigue produciendo náuseas, porque su optimismo cruel escamotea que poder o no poder es una cuestión atravesada por la clase social, el género y por un sinfín de constricciones con las que la sociedad nos encadena.
Pero llevo ya meses dándole vueltas a la posibilidad de cambiar el enfoque de mis columnas. Escribir opinión consiste, la mayoría de las veces, en acudir al teclado cuando algo te deprime, te enfada o te da miedo. Las razones para ello sobran cada día. Y si además, como me sucede a mí, tiendes al pesimismo y a la sensación de que el mundo está dominado por gente nociva y de que el capitalismo está desplegando una ferocidad creciente, lo lógico es que cada vez que escribo sea para señalar algún mal o peligro o al menos la imbecilidad mezquina de algún político (saludos al que hace poco señalaba que las muertes en las residencias no deben investigarse porque, al fin y al cabo, a los familiares ya les da igual).
Pero otra vez se me va la atención hacia lo terrible y lo triste. Esto no va a ser fácil. Porque es verdad que cada vez que me siento a escribir mi columna se me aparecen Ayuso, algún individuo de VOX, los berridos machistas de una élite que se cree con derecho a todo, los idiotas que los justifican, veo a Putin y veo a Villarejo –en escenas diferentes, por ahora no se mezclan en mi imaginación–, veo la jeta arrogante del vicepresidente de Castilla y León, a Tamara Falcó –¡maldita sea, si hasta hace dos días yo ni sabía quién era!– y me deprimo asistiendo a la tristísima deriva de Savater o de Vargas Llosa. Cada semana es así: una sucesión de apariciones infernales que a veces huelen a azufre y a veces a cirio de sacristía.
Y, cuando escribo sobre ello, me siento como una Casandra moderna, anunciando una y otra vez la inminente destrucción de Troya si no actuamos rápido para evitarlo. Pero ya sabemos cómo acabó Casandra. Y cómo acabó Troya.
Entendámonos: hay que hacerlo. No queda más remedio, porque si no, dejamos el campo a los lacayos untuosos que predican desde los púlpitos financiados por bancos, oscuras fundaciones y empresas depredadoras. Pero seguro que no pasaría nada, el mundo no sería un desastre mayor, porque durante un año, tan solo un año, me dedicara no a escribir distintas versiones del bíblico mane tecel fares, sino a examinar lo que a nuestro alrededor impide que nos hundamos en la desesperación.
¿Por qué no lo he hecho hasta ahora si llevo meses pensándolo? Por miedo. Por miedo a no encontrar suficientes motivos de alegría fuera del ámbito personal. Porque no sé si puedo aguantar durante un año escribiendo cada quince días sobre acontecimientos esperanzadores o hermosos.
Decía hace poco en otro contexto que me resulta mucho más fácil escribir sobre la infelicidad que sobre la alegría, sobre el drama que sobre lo hermoso. Así que, aparte de que la actualidad seguro que me pondrá difícil cumplir mi empeño, también lo hará mi disposición particular.
Pero creo que la única manera de seguir creciendo es –en la vida– actuar y –en la escritura– escribir contra los propios automatismos. Así que lo voy a intentar. Si queréis, podéis acompañarme en este trayecto.
Hablamos en dos semanas.