En Alemania, mientras se busca resolver la ecuación geopolítica que garantice el suministro de gas, nadie parece preocuparse en exceso, ni en Berlín ni en las cancillerías de los Bundesländer, de una sustancia asimismo escasa pero aún más esencial: el agua, por supuesto en su dulce forma. Desde hace una década, una sequía sin precedentes se ensaña con extensas regiones de Centroeuropa, las mismas que en el imaginario ibérico se evocan con el prisma del continuo mal tiempo. El estereotipo, sin embargo, pertenece al pasado: también en la fría Alemania las lluvias escasean, el verano llega antes y las nevadas se ausentan dejando los trineos guardados en los sótanos.
La naturaleza, como consecuencia, está cambiando. El nivel de los acuíferos subterráneos ha descendido drásticamente, hasta el punto de que en amplias zonas de bosque los árboles han perdido la conexión con las aguas del subsuelo. A causa de esto, millones de ellos mueren todos los años, y las autoridades calculan que solo el 21% de los árboles del país siguen sanos o conservan su copa intacta. La estampa del idílico y profundo bosque alemán, que alimentó el mito del romanticismo y tan profundo arraigo tiene en el alma de este pueblo, se desvanece para siempre.
Mucho tiene que cambiar en la gestión del bosque y, sobre todo, del agua, para evitar el punto de no retorno ya alcanzado en amplias regiones de Brandenburgo y Sajonia, donde los incendios forestales, como en el Mediterráneo, se han convertido en tragedias habituales. El cambio climático también ha llegado aquí, al corazón de esta Unión Europea que forja agendas y planes multimillonarios condenados a convertirse en papel mojado.
Si este es el estado de cosas en la Europa alemana, donde los grandes ríos –el Rin, el Danubio, el Elba– siguen fluyendo con la majestad de antaño y todo continúa comparativamente verde para el ojo foráneo, al pensar en la situación de la Península Ibérica no puede evitarse un temblor de miedo, casi de pánico. Antonio Machado conocía y poetizó con honda tristeza la inquina, el desprecio absoluto contra toda forma arbórea del campesino español, que “incendia los pinares”, extirpa “los negros encinares” y tala los “robustos robledos de la sierra”. Si grandes zonas cultivables de Andalucía, y Castilla-La Mancha –precisamente la España más fértil y de profundos suelos– son hoy un desolado páramo no se debe a la falta de lluvia, sino al “numen guerrero” de ese pueblo enfrentado contra la propia naturaleza. En España, contra la tierra, todos hemos sido un poco hijos de Alvargonzález, descendientes de Caín.
En contraposición, los ríos eran para Machado un refugio de verdor lírico. Antológicos y de belleza sosegada, hondos y verdaderamente poéticos son sus cantos a las “tierras altas” de Soria, “por donde traza el Duero su curva de ballesta”. Para Machado, las grandes corrientes ibéricas no eran solamente esa metáfora manriqueña de la sangre castellana que va a dar en la mar, sino también la expresión más hermosa, delicada del paisaje. Y así lo vieron muchos otros. En la Baladilla de los tres ríos, Lorca dejó el esquema poético de la hidrografía andaluza, y para Unamuno, los ríos nacionales eran los dedos de esa mano abierta que conformaban la geografía celtíbera: “Sus cinco dedos líquidos. ¿Miño, pulgar? ¿Duero, índice? ¿Tajo, el del corazón? Guadiana y Guadalquivir. Y la otra vuelta, la de Levante, Ebro, Júcar, Segura y el puño pirenaico y las costas cántabras”.
No solo la poesía o intelectuales patrios lo percibieron así. George Borrow, ese inglés que llegó a España para predicar el Evangelio y vender biblias y acabó escribiendo uno de los retratos más certeros del carácter español, pronto se dio cuenta que, en extensas regiones de España, los ríos eran los únicos lugares de verdor y sombra donde aún podía disfrutarse del trino de los pájaros. Lo ideal sería, por supuesto, que los versos fluviales de nuestros clásicos aún tuviesen vigencia. Por desgracia, no es así.
La vieja inquina nacional contra los árboles que denunciaba Machado, la secular inclinación de hacer cisco toda planta que alcance cierto porte, se ceba ahora contra los ríos y acuíferos, es decir, contra el último reducto de verdor de los poetas. La España democrática, que ha impuesto a Europa patrones morales en temas como la igualdad sexual, ha fracasado estrepitosamente en la gestión del medio ambiente y el agua. El Mar Menor es un ejemplo. Doñana otro. La insostenible agricultura de bombeo de Almería, uno más. Y la presión que viven los ríos y estuarios, convertidos en delgados hilos unos y resecos páramos otros, es ya una realidad que solo encuentra solución pasajera cuando las lluvias torrenciales, por desgracia cada vez más frecuentes, lo ponen todo patas arriba.
La pérdida de los oasis líricos de nuestra poesía puede verse, por supuesto, como un problema más cultural que ecológico. Y en algún sitio, qué duda cabe, aún quedará un par de álamos para evocar los amores de Machado, la hondura casi fundacional de Jorge Manrique, el culto de Al-Ándalus a las formas ornamentales y agrícolas de la hidrología. Sin embargo, no nos deberíamos conformar con eso, pues esa misma tradición lírica y fluvial debería servir de base a un nuevo ecologismo ibérico, una pax fluminum con nuestros ríos y campos, los cultivados y los más hermosamente incultos. Sí, no sería ese mal homenaje a nuestra tradición literaria: Un pacto social por el agua, un respeto sacro por nuestras fuentes y manantiales, y una responsabilidad colectiva ante la próxima gran sequía de dimensiones apocalípticas, que como en otras zonas del globo –Chile o Estados Unidos, por ejemplo– sin duda llegará a esta tórrida tierra de improvisaciones y desamor a la naturaleza.