Escribo este artículo desde la desolación por las imágenes de víctimas que nos llegan de Ucrania y el miedo ante la amenaza nuclear bajo el que subyace otro menor, pero igualmente latente, que se bifurca en preguntas sobre la crisis económica que se cierne sobre Europa y la emergencia medioambiental, exacerbada por este conflicto y relegada a mero elemento anecdótico a pesar de su gravedad. Es demasiado que procesar y digerir, y no sobra reconocer la angustia que a cualquier ciudadano medianamente informado provoca esta situación.
Ahora bien, en el maremágnum de disquisiciones y emociones al límite compartido con tantos, sobresale un concepto nada inocente que complica precisamente la aprehensión de todo lo demás: la información, sustantivo clave, pilar democrático que debería ser defendido con uñas y dientes y que está, como otras tantas garantías legales, seriamente amenazado por la división del mundo en bloques y un sentimiento colectivo que apunta a posicionarse maniqueamente, blanco o negro, sin que existan matices de grises. El problema es que rara vez la historia se presenta de manera dicotómica, aunque ése sea el paradigma que hayamos aceptado de forma mayoritaria.
Vivimos en una época de posverdad y es infinitamente complejo encontrar una solución, a veces incluso imaginarla, pero la limitación o completa eliminación de la libertad de expresión y el derecho a la información no ayuda a ponerle freno, sino que la promueve. En los últimos días, la Unión Europea ha decidido tajantemente prohibir las emisiones de los canales Russia Today (RT) y Sputnik, controlados por el gobierno ruso, alegando que son difusores de propaganda y, por lo tanto, los ciudadanos del territorio comunitario no deben tener acceso. Importa poco que, con el visionado de estos medios, se persigan rebatir las declaraciones que contienen o ejercer el derecho a la crítica sobre la deleznable invasión rusa de Ucrania. El vacío informativo que fomenta este bloqueo atenta contra nuestra capacidad intelectual, pues, implícitamente, conlleva una noción de las personas como seres fácilmente manipulables, marionetas susceptibles de caer en manos de las mentiras de Putin, lo cual invita a pensar –si es que aún se puede–, como mínimo, en el paternalismo que permea nuestras instituciones, cuando no en su violación directa de garantías constitucionales. Hartos de poner el grito en el cielo respecto a la supuesta “cultura de la cancelación”, pocos alzan la voz contra el rebasamiento de un límite peligroso, el de la censura, cuando, en principio, “nosotros no estamos en guerra”, como afirmaba el investigador Antonio Turiel, puesto que “la energía y el dinero siguen fluyendo”, pese a las sanciones económicas.
Pero parece que sí lo estamos en lo que respecta a la palabra, lo cual desata interrogantes ineludibles: ¿sienta esto un precedente para nuevas prohibiciones?; ¿quién o quiénes pueden arrogarse el papel de censores, además de la Unión Europea?; ¿justifican las circunstancias el atropello democrático? En este clima belicista que apunta a un estado de excepción, esa suspensión provisional de derechos que, según el filósofo Giorgio Agamben, se ha convertido en paradigma de gobierno, la clausura de Sputnik y RT no son hechos aislados.
El periodista vasco Pablo González fue arrestado hace unos días en Polonia, donde permanece encarcelado e incomunicado, acusado de espionaje de acuerdo con la legislación polaca. Según declaraciones para EITB de su abogado, Gonzalo Boye, la acusación es “absurda”, ya que se trata de un periodista y “si cada periodista que informa sobre lo que no gusta termina en prisión, mal vamos”. De hecho, la detención de González ha sido denunciada por numerosos organismos de prensa internacionales que exigen saber la razones o su inmediata liberación; entre ellos se encuentran la Asociación de la Prensa de Madrid y Reporteros sin Fronteras.
Esta última organización ha condenado asimismo la fuerte censura impuesta por el Kremlin que, según relata, impide mencionar los términos “guerra” o “invasión”, sólo permite información procedente de Ministerio de Defensa, y clasificó en octubre toda comunicación sobre bajas militares o la moral de las tropas. Estas medidas, ciertamente reprobables, proceden de un régimen dictatorial y, si bien no son justificables, sí que podrían explicarse en el contexto autoritario donde surgen. Lo que es más difícil de comprender es el posicionamiento de las instituciones europeas, tanto desde el ordenamiento jurídico vigente como desde un punto de vista estratega, pues vetar los canales rusos podría incitar que se aprueben medidas recíprocas o aún más duras dirigidas a los corresponsales extranjeros en Rusia, amén de actuar la prohibición de RT y Sputnik como mecanismo de publicidad gratuita a estos medios, cuando no de posible fuente de legitimidad.
La veracidad, las fuentes fiables, el llamado cuarto poder responsable de formar a una ciudadanía crítica, capaz de cuestionar los relatos que circulan sobre una contienda que pone contra las cuerdas su seguridad material y hasta su integridad física, ya se encontraban debilitados. La posverdad no es nueva y, entre otras cosas, obedece a operaciones algorítmicas que polarizan e impiden la reflexión pausada, a intereses corporativos concretos, y a la absoluta precariedad en la que trabajan un gran número de periodistas, muchos de ellos freelance dispuestos a jugarse el tipo por vocación y compromiso cívico.
Este conflicto, sin embargo, viene a avivar la turbidez informativa que nos envuelve, a mermar aún más un marco de derechos y libertades que costó décadas conquistar, a degradarnos en cuanto sujetos políticos que piensan y merecen un andamiaje democrático que no los infantilice, mucho menos ahora que una opinión pública documentada es imprescindible para evitar catástrofes de dimensiones inefables. Si desde hace años cada crisis ha servido para privarnos de garantías legales que creíamos consagradas, además de para instaurar y normalizar un empobrecimiento generalizado, ¿podemos demandar con esta una ampliación de dichas garantías, una libertad que no pase por mero eslogan, una democracia más digna de llevar ese nombre?