¿Te acuerdas de aquel momento en el que “mileurista” era un modo de decir que no te iba muy bien? Aquella primera década de los 2000, antes de que las burbujas estallaran llenando el suelo de agua. Era ese mismo tiempo en el que si una ministra de vivienda proponía casas de protección oficial de 30 metros cuadrados se armaba un escándalo, te acordarás también. Soy de la generación que en ese momento terminaba la adolescencia, empezaba a tener sus primeros trabajos o a entrar en la Universidad. Ya es un cliché decir que aprendimos que nos cabía esperar grandes cosas, y que no llegaron nunca.
Al principio eso de ser “mileurista” –una de esas nociones que de pronto alguien se inventa para ponerle colorines a la miseria– solo le pasaba a alguna gente: la palabreja mantenía un aura de excepcionalidad que sostenía en pie la falsa regla de una abundancia que ya se estaba desmoronando. Después, ser “mileurista” se fue volviendo algo cada vez más común, casi un rasgo generacional. Y por fin, en algún momento de los años siguientes, la cosa se torció por completo, resbalamos en los charcos de las burbujas rotas, y catapún, mil euritos pasaron a significar más bien un horizonte no siempre alcanzable. Un mínimo deseable. Un lugar de tranquilidad.
Desde hace unos días, mil euros son el salario mínimo en este país. El círculo se cierra y “mileurista” vuelve a significar algo que está garantizado, pero al mismo tiempo lo significa también de un modo completamente distinto al de entonces. Salario mínimo es un modo de señalar dónde ponemos el límite de la dignidad en el pago por el trabajo. En aquel tiempo en el que ser mileurista empezaba a plantearse como problema, el salario mínimo rondaba los 500. Pero, además, señalaba a un lugar muy distinto dentro del mapa de lo que era y no era probable en las vidas.
Pensar la diferencia entre ambos tiempos, entre ambas situaciones, no es solo un tema de evolución de los parámetros económicos. Es también la pregunta sobre qué ha pasado con nuestra percepción del mundo, y de lo posible, y de lo justo. No hay aquí ninguna nostalgia de ser una clase media que nunca estuvimos destinadas a ser (que en aquel mundo el salario mínimo legal estuviera tan lejos del salario que entendíamos realmente como mínimo revela de hecho toda la desigualdad y el cinismo que le hacían tener pies de barro a la situación). Pero sí que hay una mirada atrás: la de intentar retrazar los pasos y entender cómo llegamos aquí. Pensar, una vez más, quién nos engañó, y con qué fin. Qué delirios de grandeza nos trajeron a este barro, y qué robos. Y qué inacciones. Y qué complacencias. Y pensar también en lo que nos ha pasado por el camino y en qué heridas nos ha podido dejar.
Estos días escuchaba una y otra vez la cifra en los informativos. Mil euros, mil euros, mil euros, mil euros. Y –después de la alegría por la buena noticia–, como a los perrillos de Pavlov, se me encadenaban en la cabeza tantas connotaciones vividas de esa cifra redonda.
Mil euritos: una medida de la calma para las que tuvimos por rito de paso una crisis. Mil euritos: cómo sufren nuestros padres al leer que ahí tenemos un estándar habitable. Mil euritos: alquiler y gastos listos, poco más. Mil euritos: ¿cuántos curros debo sumar para que salgan –quítales la cuota de autónomos, para empezar, que esa es otra–? Mil euritos: el día que ves esa cifra en la cuenta después de pagados los gastos del mes, te alegras del colchón. Mil euritos es mucho dinero y tan poco a la vez. Que tire la primera cartera la persona de entre veinte y cuarenta que no sepa de lo que hablo, aun si ahora mismo tiene asegurado un pellizco más.
Mil euros, como casi todo, significan cosas muy distintas. En mil euros, como en casi todo, las mutaciones del significado son algo que hay que ir atravesando. El mundo que habitamos cambiado mucho en estos años. No se trata solo de la realidad, de las condiciones materiales en sí, que también. Se trata, quizá sobre todo, de cómo se ha movido el baremo, de cómo (nos) han cambiado los nombres de las cosas.
Nos adaptamos a todo y todo lo vamos navegando, pero hay animales que bucean por debajo del consciente haciendo su trabajo, y de eso hablamos también cuando hablamos de lo difícil que se nos hace a veces vivir. A lo mejor lo de que ese “mileurista” que antes significaba “te va mal” ahora tengamos que entenderlo como “puedes respirar” es una de las raíces de nuestra ansiedad, aunque no la identifiquemos siquiera. A lo mejor de eso van también la incertidumbre, la angustia, la incapacidad de proyectarnos que parecen ser rasgos de nuestra generación. A lo mejor de eso van también nuestras autoestimas dañadas, nuestros miedos enquistados, esa rabia contenida. Y hasta esos tumbos que damos por debates algo raros. A lo mejor van de eso, sí: de no saber dónde tenemos las líneas de los mapas. De escuchar “mil euros” y que nos resuenen en la cabeza una cosa y su contraria a la vez, y se nos hagan bola.
Mil euritos: no saber si significan el mínimo de la dignidad, si el horizonte deseable, si un fracaso, si un respiro, si la suma que nos tiene que salir con los encargos, si un futuro, si un pasado, si qué.