Hace un año que Joe Biden se convertía en presidente de los Estados Unidos y plantaba cara a los mayores desafíos de la historia reciente del país. Ocupaba el cargo en mitad de una pandemia mal gestionada y con un atraso importante en la vacunación, después de unas elecciones cuyos resultados –legítimos– cuestionaba buena parte de la población, y tras haberse producido un ataque al Capitolio incitado por Donald Trump que hacía vapulearse los ya degradados cimientos democráticos de la nación americana.
Doce meses más tarde, destacan algunos logros, pero muchas de las medidas que el antiguo vicepresidente de Barack Obama difundió a bombo y platillo siguen en el tintero o directamente han sido obliteradas de la agenda. En una rueda de prensa que ha durado casi dos horas, Biden repasó los puntos fundamentales –fuertes y flacos– de su mandato hasta ahora, respondiendo a un numeroso grupo de periodistas que, en general, expresaban su frustración ante lo que falta, lo anunciado en campaña electoral que no llega: “¿No piensa usted que prometió de más?”, preguntó uno de ellos. Para muchos, la sensación era, cuanto menos, de decepción, aunque entre el malestar se pudieran reconocer algunos éxitos.
Consciente de las dificultades a las que se enfrentaba desde el principio, Biden ha sido el responsable de poner en marcha una campaña de vacunación masiva que, aún así, solo ha conseguido inocular con la pauta completa a un 63% de la población. En plena crisis provocada por la COVID-19, los paquetes de ayuda económica implementados siguieron la senda marcada por Trump, haciendo llegar cheques puntuales a los bolsillos de la ciudadanía, junto con otras medidas asistenciales como subsidios por desempleo federales que, en total, han disminuido la pobreza infantil en un 40%.
El paro, de lo cual el presidente se enorgulleció frente a las cámaras, ha bajado a niveles mínimos (un 3.9%), y los sueldos han experimentado una ligera subida -en torno al 4%-, si bien no por iniciativa demócrata, sino por factores diversos como la falta de trabajadores en muchos sectores, el mayor poder de negociación de los activos, y una serie de huelgas que siguen recorriendo un país que muestra el mayor apoyo a la sindicalización desde 1965.
Atrás quedaron, sin embargo, las promesas de elevar el salario mínimo federal, estancado en 7,25$ la hora desde hace más de una década, y la de condonar parte de la deuda universitaria, propuestas que tomó prestadas del ala progresista del partido y no han visto la luz. Sí lo hizo el plan de infraestructuras, aprobado el pasado verano y que representa una inversión millonaria para la renovación o ampliación de carreteras, puentes, aeropuertos o el reemplazo de tuberías de plomo, un asunto que Trump popularizó y provoca vergüenza ajena en muchos residentes estadounidenses. Algunos de los incendios más destructivos han sido provocados por cables de la luz caídos, por ejemplo, pues no existe una infraestructura eléctrica fiable.
Más allá de estos logros, relativamente templados, hay motivos para criticar a un presidente que algunos comparaban con Franklin D. Roosevelt, el mandatario que puso en marcha el New Deal durante la Gran Depresión, o con Lyndon B. Johnson, cuyo liderazgo fue clave a la hora de satisfacer múltiples demandas sociales del movimiento por los Derechos Civiles, incluida la Ley del Derecho al Voto de 1965. Esta última eliminó oficialmente la discriminación racial a la hora de acceder a las urnas, lo que muchos consideran el principio de la democracia en Estados Unidos, más allá de la longevidad de su Constitución.
Precisamente, es esa la democracia que cada vez está más menoscabada, como ha admitido el propio Biden en varias ocasiones. Aunque el derecho al voto ha ido sufriendo mermas importantes anteriormente por iniciativa del Tribunal Supremo, en los últimos sufragios se constató la debilidad de la democracia norteamericana cuando Trump se negó a aceptar la victoria de su contrincante y conminó a distintos representantes políticos a alterar el conteo de las papeletas, creando un bulo que muchos continúan creyendo. Desde entonces, 19 estados han aprobado hasta 33 leyes que restringen el derecho al sufragio y existen centenares similares en proceso, mayormente en estados republicanos que buscan alejar a las minorías raciales, económicas (al votante demócrata) de las urnas a través de requisitos burocráticos difíciles de cumplir. A ello se suma el gerrymandering, una táctica consistente en alterar artificialmente el trazado de los distritos electorales. Pues bien, el plan de Biden para acabar con estas prácticas, una nueva ley, ha fallado estrepitosamente al oponerse dos de sus senadores. “Es un verdadero examen (a la democracia)”, ha afirmado el presidente, quien, en un alarde de sinceridad, no ha dudado en asegurar la posibilidad de que los comicios de mitad de mandato y otros venideros puedan ver alterada su legitimidad debido a estas limitaciones.
A la tensión generada por una probable intervención rusa en Ucrania, se le ha añadido la incertidumbre respecto a la calidad democrática de Estados Unidos, y del mundo en general. Biden, cuya popularidad ha caído al nadir de la legislatura, ha revelado asimismo el fracaso de su paquete de ayudas sociales conocido como Build Back Better, que incluye una partida presupuestaria para luchar contra el cambio climático y medidas como guarderías subvencionadas o la gratuidad de las universidades comunitarias –las que ofrecen grados de dos años, normalmente frecuentadas por los colectivos más vulnerables. Sin apoyo republicano y con dos senadores demócratas en contra, es sabido que el paquete no llegará a su despacho para ser firmado, y tendrá que ser fraccionado y sometido a recortes. Todo eso, más una inflación del 7%, componen el lúgubre clima político que se ha debatido, que seguirá debatiéndose de manera más o menos infructuosa, que amenaza con privar a los demócratas de la mayoría en una o las dos cámaras el próximo noviembre. Si bien es pronto para aventurar cualquier resultado, todo induce a pensar que la decadencia de una potencia acorralada por la desigualdad estructural, el racismo y el autoritarismo, exacerbados por la sombra de Trump, continuará su curso sin remedio.