Hay la conciencia de clase. Pero hay, también, una inconsciencia de clase. Está hecha de espontaneidades, de involuntariedades. Forjadas en la infancia y la adolescencia, forman algo así como una costra que nos recubre el alma y limita o condiciona sus movimientos. Consiste en cierto miedo a hablar de ciertas cosas, de cierta manera; en ciertos lugares a los que uno siente que no pertenece, aunque no tenga por qué no pertenecer; en cierta envidia no contante y sonantemente pecuniaria, sino de intangible capital simbólico.
Consiste, también, en ciertos recuerdos. Ver a tu padre deprimido porque llevaba dos meses y medio de huelga y no tenía dinero para darte los veinte euros de paga. Que, aun así, te diera cinco sacándolos de donde no los había y te sintieras culpable por aceptarlos, pero a la vez obligado, por no entristecerle más, por no hacerle sentir más humillado. Ver a compañeros del cole a cuyas familias les iba bien comprarse un ordenador o irse de vacaciones a Port Aventura, tú no lo tenías, tú no podías, los envidiabas.
Expresabas, egoísta, aquella frustración ante tus padres. Te reñían, te sentías culpable. Se lo sentían ellos. No poder permitirte ropa cara, ropa bonita. Que se pusieran de moda en el cole las sudaderas surferas de Quiksilver o los playeros Osiris y tú no pudieras ni soñar con comprarte una, con calzar unos. La sensación pegajosa de inferioridad, de ojos crueles o compasivos –pero la compasión puede ser una forma de crueldad– puestos sobre ti, de la ropa barata, de la ropa heredada, de la ropa remendada.
Acordarte perfectamente, como el magnate de Ciudadano Kane de su trineo infantil, del jersey concreto que querías, expuesto en un escaparate de tu pueblo ante el cual fantaseabas cual Carpanta ante un jamón. Acordarte perfectamente del color –verde claro– y del precio: dieciséis mil pesetas. No había tantas pesetas en tu casa, no para eso. Sí las acabó habiendo para ir a Port Aventura (y a Terra Mítica, y a la Warner). Y cuando fuiste te compraste la camiseta del parque, pero la lucías en el cole con cierto histrionismo, dejabas caer aquellas vacaciones de una manera forzada, para que todo el mundo supiera que ya estabas a la altura de los demás.
Admirabas con ojos de niño maravillado la capacidad de tu padre y de tu tío para hacer cosas, para crearlas, repararlas, para construir una mesa, un armario, una estantería, un belén hiperrealista en el que el río no era de papel de aluminio, sino un río de verdad, por el que corría el agua al apretar un interruptor; los juguetes de hojalata y cuerda que confeccionaba tu tío, sus maquetas metálicas de barco, el Castillo de Salas, el Castillo de Butrón, surcando mares embravecidos dentro de una vitrina. También la de tu madre de cocinar, de coser, de hacer preciosos cuadros de punto de cruz: un reloj con frutas en vez de números, el árbol genealógico de la familia. Pero que no te enseñaran a hacer tú mismo esos trabajos manuales porque los consideraban menores, un talento de segunda fila. Tú eras listo, tú estudiarías inglés, piano, algo digno, no bricolaje, no labores, serías uno de esos tipos de los que en tu casa decían, con admiración, «Fulanito tiene estudios». Y nunca llegarán a comprarte, por más que insistas en ello, que no hay nada de especial en tener estudios, que la Universidad está llena de zoquetes, que sacarse una carrera no tiene menos —tampoco es eso—, pero tampoco más mérito que ser un excelente tornero fresador.
Y de adulto eres un manazas, no sabes hacer la o con un canuto, no sabes coserte un botón, llamas a un técnico para cualquier tontería, armas un vergonzante destrozo en la pared cuando intentas colgar un cuadro, y sin embargo notas que tendrías talento si te hubieran enseñado, y recuerdas con pena aquella falta de autoestima, y mantienes incólume –esto sí te enorgullece un poco– aquella admiración por las profesiones manuales. Miras obras como el viejo proverbial, miras a los pintores que vienen a casa a pintar, miras a los jardineros hacer su jardinería por la ciudad, y no te parece que lo tuyo sea, ni más difícil, ni más meritorio; te fascina sinceramente el espectáculo de unos profesionales diestros construyendo el mundo, poniendo las calles, verlos desplegar sus herramientas, disponer con mimo sus preparativos (los dos palos con un hilo del jardinero para demarcar por dónde tallar el seto, la cinta adhesiva de quienes pintan los pasos de cebra para moldear sus rayas, los cartones que los asfaltadores colocan sobre las alcantarillas para no taparlas…), obrar, resolver pequeños entuertos. Quisieras tener esa aptitud.
De tus parientes mayores heredaste, taladrada en el cerebro, la preocupación por el qué dirán, qué pensarán; el no te signifiques, sé prudente, viste repulido, habla fino (o sea, habla castellano), gánate la aprobación de los de arriba. No te lo decían así, quizás ni siquiera albergaban la menor intención de decírtelo, pero te lo decían de facto; te lo transmitían. Y a la vez te enviaban mensajes contradictorios, porque a ellos mismos les latía aquella contradicción en su cabeza: lucha, comprométete, sé fiel al compromiso ideológico que tu familia adquirió cuando los nacionales apalizaron a tu bisabuela por esconder en casa a dos fugaes, enorgullécete de venir de donde vienes. Tu abuela nunca ocultó en la ciudad que venía de la aldea, como otras hacían. Tu abuelo, empleado de gasolinera y sindicalista, no quiso aceptar, por la honradez de saber que no daba el nivel –aunque sí lo daba–, un cargo político jugoso que le ofrecieron, interesados en su carisma («no hace falta que sepas, ya nosotros te decimos lo que tienes que hacer»); no quiso trepar; las poltronas mullidas no eran para él; tampoco había querido tirar de contactos, de amistades, para conseguir un empleo mejor; en su hambre mandaba él.
Creces con todas esas contradicciones y eso te genera inseguridades, dudas zozobrantes, choques angustiosos entre el deber moral y el miedo; entre la consigna de hablar y la de no hablar, de ser y de no ser. No te han enseñado, simplemente, que el mundo es tuyo, un mundo para ti, Un mundo para Julius, y está ahí para que lo tomes, para que lo cabalgues. Mantienes aquella inseguridad vestimentaria: nunca supiste vestir bien. La inseguridad física, también. Te quedaste calvo –estás convencido; todos en tu familia tienen pelazo– por usar una infame gomina barata color azul Pitufo cuando en el cole se puso de moda usar gomina, y no había pesetas para gomina cara, no para eso.
Sientes la punzada del síndrome del impostor cada vez que te invitan a dar una conferencia, a conceder una entrevista. Sabes que eres bueno y por eso aceptas, pero hay otro yo perverso, saboteador, que te dice que no lo eres, que te van a pillar en un renuncio, que van a cartografiar los océanos de tu ignorancia. Asientes, cómplice, cuando te dicen «es lo que decían Adorno y Horkheimer» y rezas interiormente para que no se den cuenta de que nunca leíste a Adorno ni a Horkheimer en lugar de, con ese garbo del dueño del universo sin nada que demostrar, decir que nunca leíste a Adorno ni a Horkheimer, y quedarte tan ancho. Qué dirán —te dices—, qué pensarán —piensas—, de tu ropa intelectual barata, de tu segunda mano mental, de tus remiendos del pensamiento. Otra vez la sensación de no pertenecer, el mareo en las alturas en las que no supieron enseñarte que pudieras no estar de prestado, ganándote la aprobación de sus habitantes naturales.
Sentirse a veces, en lo intelectual, salvando distancias (porque tú tampoco saliste de una favela, tampoco es eso; tú fuiste, bendito Estado del bienestar, veranos a Inglaterra y Malta e Irlanda a estudiar inglés con la beca de los fondos mineros y la del MEC, tú hiciste el Interrail, tú fuiste a la Universidad y de Erasmus), algo así como esos futbolistas que salieron de la favela pero, como dicen en Brasil, la favela no salió de ellos, y visten con una elegancia deselegante, estridente, histriónica, hortera. Demostrar, demostrar. Meter demasiadas citas. Rebuscar el lenguaje, barroquizarlo. Demostrar. Y el inmenso alivio de volver, al final del día, con el amigo del barrio de toda la vida en cuyo piso te quedas los días que pasas en la gran ciudad, de gira con tus libros. Con J. hablas del barrio, de los viejos amigos, del Tik y del Oasis, del Sporting, del cole y del instituto, de cuando el parque era un descampado y había que tener cuidado de no pisar una jeringuilla, de la vida, a él no tienes nada que demostrarle, él no tiene nada que demostrarte a ti. Tu mente descansa como lo hace el cuerpo después de un largo día de caminata.
¿Orgullo? Sí pero no, no exactamente. No sientes orgullo de sentirte como un pez fuera del agua en según qué ambientes, de esos nervios que te hacen sentir estúpido; no lo sientes del miedo heredado de significarte sabiendo que, si las cosas se ponen feas –y feas se están poniendo–, tu familia Juan Nadie no tendrá a guy al que llamar, ningún hilo que mover, para sacarte de quién sabe qué mazmorras; no podrá permitirse la redención en metálico con que los señoritos libraban a sus hijos de la guerra del Rif hace una centuria. Con la clase obrera –dijo siempre el mejor marxismo– no se trata de enorgullecerse del ser, sino del hacer; no genera orgullo enloquecer apretando tuercas, como Chaplin en Tiempos modernos, sino la lucha colectiva por librar a la humanidad de esa condición que es una condición desgraciada y armar una sociedad en que –como dice el Manifiesto– «yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico». No gritamos viva la clase obrera, sino que viva la lucha de la clase obrera.
Sí: que viva.