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Violencia intelectual

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Opinión

Violencia intelectual

"Si nos parece intolerable que se den informaciones falsas sobre acontecimientos que están teniendo lugar en el momento presente, igual de inaceptable debería resultarnos que opinadores y tertulianos vayan por ahí retorciendo el conocimiento".

Foto: PRISCILLA DU PREEZ/UNSPLASH
Noelia Adánez
03 junio 2021 Una lectura de 3 minutos
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No me quiero andar con rodeos y prefiero no hacerlo para evitar caer en la melancolía. Elijo escribir este texto como una denuncia nacida de una preocupación sincera, que paso a exponer. 

Así como hemos ido cobrando conciencia de que el fenómeno que se convino en llamar fake news es altamente pernicioso porque intoxica el debate público y contraviene la lógica misma de la democracia –un régimen en el que la palabra vale tanto como los actos–, así también deberíamos estar tentándonos la ropa, mesándonos los cabellos y hasta sacándonos los ojos ante la presencia de argumentos falaces, citas descontextualizadas y mentiras flagrantes sobre historia, teoría política, ciencia o cualquier otra manifestación de conocimiento. Deberíamos cuidarnos mucho de planteamientos que pretendiéndose imaginativos, ágiles y provocadores, no son más que una sarta de trolas de ácido sulfúrico con las que unos cuantos desalmados riegan el espacio público para impedir que crezca un auténtico debate de ideas. 

La mentira es una forma de expresión del pensamiento que nace muerta y solo convoca muerte. Únicamente cuando sirve a propósitos narrativos, como sucede por ejemplo en el teatro, su uso es legítimo. Porque nace de un acuerdo tácito con los espectadores, a quienes se les pide que lleven a cabo lo que Samuel Taylor Coleridge llamó, hace ya doscientos años, willing suspension of disbelief, es decir, una suspensión voluntaria de la incredulidad.

Cuando leemos a un columnista o escuchamos a un tertuliano no estamos, que yo sepa, ante un acontecimiento teatral. ¿O acaso lo estamos? ¿Estamos empezando, tal vez, a aceptar que nuestro papel en la esfera pública es, únicamente, el de espectadores? ¿Hemos renunciado a ser actantes en esta nuestra democracia? ¿Vamos a permitir que nos entretengan y, de paso, nos manipulen hasta ese punto? ¿Vamos a dejar que unos cuantos colonicen el debate público? ¿Que nos hagan pensar y sentir como si no tuviéramos la madurez intelectual necesaria para gestar nuestras propias emociones y pensamientos?

Es muy barato atribuir no sé qué postura a tal o cual autora que no se ha leído pretendiendo que se ha hecho. Y también dar por bueno que tal o cual discurso político ha sido infectado por no sé qué teoría cuyo contenido y alcance se desconoce. O hacer circular citas descontextualizadas o falsas de, qué sé yo, Unamuno, Rosa Luxemburgo o Judith Butler.

Es deshonesto repetir hasta el empacho mantras con los que los amigos titulan sus libros (¡basta ya de product placement!), simplificar fenómenos complejos, ignorar los matices y argumentar ad hominen. Es inaceptable engañar, en definitiva, a la opinión pública por ignorancia o mala fe (ambas cosas van a menudo unidas) haciendo un uso exclusivamente empresarial de tribunas. Y, lo que es peor, acaparando atención con bravuconerías, aspavientos y provocaciones que, a la postre, generan un sentimiento de desconfianza en la ciudadanía, lo que favorece la proliferación del peligroso negacionismo.

Si nos parece intolerable que se den informaciones falsas sobre acontecimientos que están teniendo lugar en el momento presente, igual de inaceptable debería resultarnos que opinadores y tertulianos vayan por ahí retorciendo el conocimiento. Nada hay que no pueda someterse a crítica, pero la honestidad intelectual demanda que la que se formule se construya con buenas praxis y desde el respeto a la convivencia.

Hablamos y escribimos, cuando lo hacemos de la cosa pública, para la sociedad en la que estamos. Hablamos y escribimos para seguir conviviendo. Cada sociedad se construye, en una medida importante, en torno a un acervo de conocimiento. Si lo violentamos –mintiendo, descontextualizando, exagerando, ocultando– impedimos el debate. Si en cada columna o intervención televisiva o radiofónica emplazamos –de forma más o menos consciente e implícita– a la ciudadanía a que suspenda voluntariamente su incredulidad, estamos jugando sucio y poniendo en peligro la convivencia. Y sí, ya sabéis cuándo fue la última vez que sucedió exactamente eso; hace más o menos un siglo y el resultado fue catastrófico. 

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Comentarios
  1. Andrés Montalván dice:
    16/11/2021 a las 16:55

    Buena opinión, me hizo reflexionar. Estoy intentando acuñar el concepto de «violencia intelectual». Sostengo que este tipo de violencia es la que se ejerce de personas con más conocimientos sobre aquellas con menos conocimientos para dominarlas. Se presenta frecuentemente en la educación escolar o familiar, pero también en la sociedad, cuando unas personas se refieren a otras como ignorantes y tratan de imponerse con sus conocimientos.

    Responder

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