Hoy es viernes 12 de febrero de 2021 y, según a qué hora leas esto, puede que la policía esté entrando en la casa de Pablo Hasel, un rapero de 32 años, para llevarlo a la cárcel por una serie de tuits y una canción. O puede que lo haya hecho ya.
El otro día, repasando libros de María Zambrano para celebrarla en el aniversario de su muerte, me encontré con algo que dejó escrito hace casi un siglo, allá por 1930. Decía: “La política, que es actividad exclusivamente humana, necesita para su desenvolvimiento una absoluta libertad de expresión, y sin ella pierde todo cariz político para adquirirlo policíaco”.
Cuando el poder abandona lo político para entrar en lo policíaco, lo que está diciendo es: hasta aquí se puede hablar, más allá hay dragones. Lo político es el terreno en el que cabe la expresión, la discusión, la negociación, el movimiento de posturas, el juego de fuerzas. Lo policíaco, el terreno en el que ya no.
Lo que castiga lo policíaco no son las mentiras (basta ver cuántas se profieren a diario, desde los lugares de poder, sin que pase nada). Tampoco el daño personal o el perjuicio a lo colectivo (basta ver de qué modo se insulta cada día precisamente a quienes se encuentran en situaciones más vulnerabilizadas). Lo que castiga lo policíaco –cuando hablamos de libertad de expresión– es que se toque lo que no se puede tocar, que se apunte a una grieta posible en los consensos tácitos que mantienen las cosas como están.
Es por eso por lo que la ley antiterrorista persigue el supuesto enaltecimiento de bandas que ya no existen o que no existieron nunca. Es por eso por lo que se castigan escritos como si fueran hechos, y figuras literarias como si fueran consignas –mientras los hechos y las consignas realmente punibles permanecen muchas veces impunes–. Es por eso por lo que en este país se puede decir casi cualquier cosa sin consecuencias, pero si intentas un jaque al rey, te requisan el tablero. Porque lo que hace lo policíaco es marcar en el suelo la línea que nos dice a todos por donde no podemos seguir avanzando.
A ningún poder que no haya perdido la cabeza le conviene entrar en lo policíaco así como así. Al fin y al cabo, hacerlo no solo levanta polvaredas, sino que no deja de ser una señal de que no se está en condiciones de afrontar la batalla en lo político. Una condena penal a un tuit, a una canción, a una obra literaria, muestra el miedo a que, si se percute demasiado en ese lugar, se pueda ir abriendo la grieta que el sistema no quiere permitir que se abra.
Pero cuando se trata de arte, en este asunto de la libertad de expresión es facilísimo mezclar churras con merinas. Se meten en la batidora argumentos de gusto, ideología, estética y mensaje como si atañesen a lo mismo. Se olvida convenientemente la distinción entre realidad y ficción que maneja cualquiera a quien le hayan contado un cuento para actuar como si solo cupiera leer de manera literal. Se aniquilan la ironía, la hipérbole y la metáfora como si no existieran el Carnaval, las fábulas ni la Biblia.
Y eso es trampa. Es trampa tenernos distraídos con si los versos de Hasel nos parecen de mejor o de peor gusto: mezclar juicios penales con crítica artística siempre les acaba haciendo el juego a los guardianes. El arte, por naturaleza, se mueve en lo político, no en lo policíaco. A lo policíaco, por naturaleza, le da bastante igual la calidad de la rima.
Por lo demás, el esfuerzo necesario para silenciar a alguien suele ser, sobre todo, un avisito para el resto. Las sentencias a figuras públicas son condenas ejemplarizantes, la gota que cae y cae y cala y te repite qué es lo que debes hacer si no quieres tener problemas.
A estas alturas, la única opción para no entrar en prisión de manera inmediata que tiene Pablo Hasel –que ya ha dicho que no se va a ni a entregar ni a exiliar, porque si puede haber algo que valga más que la libertad quizá solo sea el defenderla– es recibir un indulto. Pero un indulto es una excepción. Un indulto no cuestiona la norma, incluso la legitima: el avisito sigue funcionando y, además, nos recuerda su carácter discrecional. Así que, si Hasel –o cualquiera de los otros catorce raperos condenados en casos similares– recibe un indulto, será una alegría que no entre en la cárcel, porque siempre es una alegría si alguien se ahorra ese trance. Pero no habrá nada más que celebrar.
Porque lo que hace falta no son soluciones individuales. El problema no es cada caso, el problema es que sea posible. Lo que hace falta es cambiar la norma: categorías como enaltecimiento del terrorismo o injurias a la Corona no pueden seguir siendo los cajones de sastre del Código Penal. Y, sobre todo, cambiar también el modo en que nos relacionamos con esa norma, que finalmente siempre estará sujeta a interpretaciones. Entender que el paso de lo político a lo policíaco no es ni legítimo, ni normal ni incuestionable. Que es, de hecho, una anomalía en un Estado que se dice democrático.
Lo que un Estado tiene que hacer para merecer tal nombre es precisamente garantizar que, en lo que toca a la expresión, no hay cabida para lo policíaco: que podemos dirimir las cosas en el terreno de lo político. También las que tocan en los puntos que quizá abran grietas. Sobre todo esas.