Llevo semanas sin poder escribir un texto para La Marea; semanas de bloqueo, de impotencia, de tristeza por ver a mi alrededor derrumbarse personas, trabajos, proyectos de vida y de futuro y espero que también el colapso de este régimen postfranquista, por albergar alguna esperanza.
Creo que no soy el único que tiene una sensación, parafraseando el título de la magnífica novela de Amélie Nothomb, de estupor y temblores. Estupor por cómo se está actuando y temblores por cómo no se está actuando.
Los españoles tenemos un término muy descriptivo para definir todo lo que está pasando con esta pandemia en muchos de nuestros gobiernos, empresas, redacciones de medios de comunicación o juzgados: “Vergüenza ajena”.
La vergüenza ajena es un concepto muy español y mucho español; la sentimos cuando alguien hace algo que nos lleva a gritarles desde la distancia: “¿Pero no te ves? ¿No ves el ridículo que estás haciendo?”. ¡El alipori!
La historiadora de las emociones humanas Tiffany Watt Smith la define como una “humillación indirecta, normalmente hacia extraños. […] La más intensa se reserva para la gente a la que le resbala todo y se cree muy importante. Parecen no sentir la vergüenza que deberían, así que nos quedamos con una buena ración en su nombre”.
El ser humano es maravilloso. Tenemos la capacidad de ponernos en el lugar de otros y de empatizar, incluso, con los que nunca se ponen en nuestro lugar. Sentimos vergüenza por ellos, una vergüenza doble; la suya que no sienten y la nuestra por ver que no la sienten.
Pero esta vergüenza, aunque ajena, no es algo negativo, es una alarma que nos sirve para reconocer lo que hacen y hacemos mal. Aunque las personas que carecen de ella gozan de bastante ventaja en los organigramas de muchas empresas y partidos políticos.
Lo explica perfectamente el efecto Dunning-Kruger: los individuos con pocos conocimientos tienden a sufrir un sentimiento de superioridad inexistente; su concepto de sí mismos y de sus habilidades es muy superior a sus capacidades reales; son personas que se sienten más inteligentes que las personas más preparadas que ellos.
Resumiendo, tienen una incapacidad metacognitiva para reconocer su ineptitud. Resumiendo aún más, en dos palabras: Donald Trump. Y nuestra España está repleta de aprendices del agente naranja estadounidense.
¡Ojalá hubiera más Cansados, Colubis y Coronas –Javier– y menos ilustres ignorantes en los puestos de poder de nuestro país!
Pero en plena “vergüenza ajena” nacional ha llegado el segundo rebrote del coronavirus, que, paradójicamente, ha venido con el otoño y nos ha pillado como árboles de hoja caduca, desnudos, sin hojas para cobijarnos de tanta impudicia.
El alipori, la vergüenza ajena, es un término que se nos está quedando muy corto. Ya hemos pasado ese umbral. Deberíamos acuñar un nuevo término. Os propongo: “Sinvergüenza ajena”.
Sentir vergüenza ajena por los sinvergüenzas.
Sentir en cada uno de nosotros, porque todos estamos afectados por sus decisiones, la vergüenza de los que “cometen actos ilegales en provecho propio o que incurren en inmoralidades”.
Pero no quedarnos ahí, demostrar activamente que no estamos de acuerdo, porque si la impunidad y la desvergüenza se normalizan institucionalmente tenemos otro grave problema.
Los sanitarios deberían salir a los balcones cada día a las ocho de la tarde a abuchear a los responsables de este sindiós.
Una “sinvergüenza ajena” sin empatía ninguna.
Como sociedad, no podemos permitirnos el lujo de ponernos en el lugar de quienes están anteponiendo sus propios intereses al interés general, de quienes anteponen “la Economía” a las vidas de la gente que hacen posible que exista una economía.
No es el mercado, amigo, son las personas.
No podemos, no debemos; tenemos la obligación moral de no empatizar con quienes aprovechan la muerte de miles de sus conciudadanos, de su tan abanderada patria, para sacar tajada política, para ganar un pulso, un relato.
Si alentamos con nuestro hooliganismo partidista cierto tipo de acciones deplorables y vergonzosas simplemente por ser de los nuestros, estamos siendo como ellos, unos asquerosos, unos mochufas.
Cuando los hombres no oyen el grito de la razón, producen monstruos. No permanezcamos impasibles, no seamos cómplices, no les bailemos el agua, no seamos Aguadores. Necesitamos un mundo más amable, más humano, menos raro, y una clase política que no sea Inútil Demagoga Amoral.
Tenemos que empezar a tener como sociedad mucha más “sinvergüenza ajena”.