Quizá recordéis a mi amiga, la que había comprado unas cortinas hace unos meses. Me las enseñaba mientras cenábamos. Feliz porque simbolizaban una mínima estabilidad después de varias mudanzas en menos de dos años. La sensación de que aquella vez iba a ser la definitiva y que aquellas cortinas serían una suerte de resguardo de tranquilidad mental. La semilla que permite dejar de ser nómada, parar y respirar hondo.
Pero la pandemia arrasó con cualquier atisbo de estabilidad y nos dejó más desnudos si cabe. Las cortinas ahora yacen guardadas en una caja en el fondo de un trastero que vale poco más de 100 euros al mes. Cajas apiladas que rozan el techo y que comparten espacio con las pertenencias de otras dos personas. Sí, tres amigos han abandonado Madrid de manera temporal en los últimos meses. Si me pongo a contar desde marzo, en realidad me salen algunos más. Han desalojado sus habitaciones, han empaquetado sus cosas y han vuelto a sus lugares de origen. Vuelven a no ser de ningún lado.
No se plantean volver, al menos de momento. Madrid es ahora una ciudad hostil, peligrosa para la salud, y no solo por el virus. Según el Observatorio de Emancipación del Consejo de Juventud en España, los jóvenes necesitaríamos un 105% del sueldo actual para poder pagar un alquiler medio en la capital. Una capital sin vida que nos expulsa y a la que parece que no vas a pertenecer jamás. Y en la que un trastero compartido es lo único que podrían permitirse muchos.
No se trata ya de dejar de regar o abonar, se trata de tierra quemada en la que nada crece. Ahora ya no hablamos de pasar de puntillas para no dejar huella, hablamos únicamente de no hundirnos en unas arenas que absorben cuerpos precarios. Claro, el suelo es suyo y ellos ponen las normas.
Es insalubre vivir en un miedo perpetuo en un país a la cabeza en desempleo juvenil de toda la Unión Europea, con un 44% según Eurostat. La mitad de nosotros en paro. No es que no tengamos futuro, es que directamente no tenemos presente. Supeditados a las miserias y agradeciendo las migajas de aquellos a los que no les importamos. Si ni siquiera se sienten obligados a salvar vidas, mucho menos van a sentir la necesidad de fijarse en los que caminamos al borde del precipicio, sin más red en algunos casos que las que pueden colocar nuestras propias familias, cansadas ya de tanto aguantar.
La COVID nos ha quitado la poca tranquilidad que nos quedaba, si es que alguna vez la tuvimos. La incertidumbre y la resignación acaparan ahora las conversaciones. Nadie sabe qué va a pasar mañana, o la semana que viene, o en un mes. Nadie sabe si el trabajo peligra, si el ERTE se va a poder mantener durante más tiempo. Todo lo que nos rodea está sustentando sobre unos pilares tan frágiles que cuesta distinguirlos de unos simples palillos. Nada nos pertenece, tan solo las pocas cosas que se guardan en un trastero compartido a la espera de volver a ser emplazadas en algún lugar de forma temporal. Lo único que se mantiene en pie son las cajas apiladas en él, a riesgo de desmoronarse en cualquier momento y sepultarnos bajo nuestras escasas posesiones.
Nos faltan demasiadas personas a nuestro alrededor. A muchos se los llevó el virus y a otros las consecuencias de un sistema que solo nos convierte en carne picá. Nos faltan amigos que no sabemos cuándo van a volver, que no pueden plantearse pagar 400 euros por 10 metros cuadrados de falsa intimidad ante la falta de certezas. Somos esa “España joven” a la que le escribía el poeta Miguel Hernández. Quizá no “jornalera” pero sí “la del trabajo excesivo y el pan menguado”. Tantos años entre una y otra realidad y tan pocas las diferencias. Por eso nosotros somos los exiliados, nada que ver con quien se va a Abu Dhabi huyendo de sus propias responsabilidades, parte de las cuales nos han llevado hoy a estar como estamos.
Somos la España que no sueña más allá del mañana, la del horizonte cercano, la que no puede dar pasos largos. Esa generación cuyos padres fueron engañados por la fábula de La cigarra y la hormiga e hicieron lo imposible para conseguirlo, y que ahora tienen que abrir la puerta de casa para volver a acoger a unos hijos e hijas que no pueden emanciparse. Resignados por haber creído tantas mentiras sobre meritocracia y una cultura del esfuerzo que puso el listón tan alto que los saltos para intentar alcanzarlo solo nos han hecho golpearnos más fuerte contra la tierra tras la caída.