Al fin alcanzo la cima de la duna que me lleva a la playa de mis sueños y, de pronto, golpea en mis oídos el leve cuchicheo de esta frase.
“Bonita, despierta”.
Resuena en mi cabeza frente al mar de todos los veranos, y la emoción brota instantánea. Hace años que decidí que esparcieran aquí mis cenizas cuando todo acabara. Y hace tan solo tres meses que volví a tenerlo presente, cuando el coronavirus quiso acorralarme contra las cuerdas del final de los finales.
“Bonita, despierta. Voy a apostar por ti”.
Qué alivio. Comprendí que no había muerto, y que todo empezaba de nuevo. Que aquellas terribles imágenes que había ido creando en esa semi inconsciencia ya no tenían sentido. Y que si una voz –tranquila, sedosa, convincente– me susurraba al oído que confiaba en mí, estaba claro que yo no podía decepcionarla.
Intenté abrir los ojos y girar la cabeza para conocer a la mujer que había decidido que mi vida merecía la pena, pero por mucho que me esforzaba, mis párpados seguían pegados, y mi cuello inmóvil. Una y otra vez, ella me decía en bajito que estuviera tranquila, que no temiera nada, que me iban a cuidar, y que pronto acabaría todo. Yo no lograba llorar, pero sentía que lloraba por dentro, y aunque hacía lo imposible para gritarle “¡gracias!, muchas gracias, no te voy a defraudar!”, era incapaz. Me encontraba muda, ciega, algo sorda, y totalmente paralizada.
Al día siguiente, con mucho esfuerzo, conseguí rasgar ligeramente los ojos, tratando de averiguar qué estaba ocurriendo y dónde me hallaba. Solo recordaba que había estado muy cansada y dolorida, que me costaba respirar, que habíamos ido a Urgencias, que me confirmaron que me había infectado, y que decidieron intubarme a pesar de mis lloros y súplicas (convencida de que de esa ya no salía). Más tarde supe que me indujeron un coma durante nueve días.
Cuando al fin pude ver, se manifestó ante mi la peor de las pesadillas: un tubo rígido, aséptico, y extremadamente molesto, salía de mi tráquea y no me permitía ni hablar ni moverme; mi cuerpo entero era incapaz de responder a ninguno de mis mandatos; lejanos pitidos intermitentes sonaban aquí o allá con una insistencia que me inquietaba; unos seres con trajes espaciales e inmensas gafas parecían ir de un lado a otro buscando remedios sin respuesta, mientras, de vez en cuando, rociaban sus guantes con un gel viscoso; otras personas encamadas, en su mayoría inconscientes, compartían conmigo espacio y cuidados… Pero ¿dónde me encontraba y por qué estaba yo allí?
Los veinte días que pasé en esa UCI marcarán mi vida para siempre, no hay duda. Perdurarán en mí memoria las mujeres y hombres del Hospital de la Princesa que lucharon conmigo al otro lado de la cama, que ocultaron sus miedos para que no abandonara, que cada mañana me peinaban y lavaban con todo el cariño que el tiempo les dejaba, y que con ahínco intentaron (y espero que hayan logrado) salvarme para siempre. Pero sobre todo me será imposible olvidar ya ese infierno de terrores, locuras mentales y momentos críticos, sin familia ni amigos a los que llorar o quejarme, con mis muñecas atadas cada vez que me desesperaba y quería escapar de esa cama que me tenía atrapada, y con tremendos delirios que iba creando para huir de la rotunda cordura de la enfermedad. Cómo olvidar el horror de tantas noches en vela auto inducido, ante el temor de no despertar jamás.
Estas palabras de agradecimiento y lamento van dirigidas a quienes necesitan saber que todo es cierto y grave, que si te toca, da igual de dónde salió el virus, porque cuando esto ocurre solo cabe ponerse las deportivas y salir corriendo. Y cuando tu zancada crece, avanza, y consigue saltar al otro lado del abismo, lo primero que piensas es en los tuyos. No puedes concebir que sufran tu calvario, y te ofuscas en ello. Das sus nombres para que los busquen en la lista de los que ingresan y, ¡por dios!, que no los encuentren. Y, por si acaso, vuelves a hacerlo al día siguiente, y al otro, y al otro…
Entonces, débil aún, decides que hay que avisar al mundo entero para también salvar al resto: a los amigos y amigas que siempre han estado cerca, y a los que te esperan en la distancia, para recordarles que la mascarilla salva vidas; a aquellas personas con las que alguna vez compartiste risas o lamentos, porque hay que dejarles claro que la COVID-19 no es una simple gripe que se trata con un “cura sana”; o a los que en algún momento compartieron contigo la cola del súper o del bus, para que sepan que esta pandemia solo puede curarse con compromiso y responsabilidad.
Y sobre todo, necesitarás gritarle a la gente que las teorías negacionistas de patrioteros y charlatanes ‘unen’ para destruir, para arrasar con la ciencia, para tirar por tierra lo demostrado y certero frente a oscuras conjeturas vacías de conocimiento. Porque sabes que las manifestaciones organizadas por cuentistas que tan solo hace algo más de un año defendían que los atentados del 11S surgieron de un complot de no sé qué élites, solo pretenden confundir para seducir al torpe, al ignorante, al necio.
Hoy, una vez más, contemplo fascinada ver desaparecer el sol por Finisterre. Automáticamente surge en mí uno de mis peores pensamientos: morir solo es cuestión de segundos. Sin embargo, al instante me calma saber que ahora, a solo unos días de poner punto y final a mis vacaciones, he aprendido a bregar con el horror del recuerdo. A vivir con dignidad.
*Paloma Recio Meroño es superviviente de COVID-19