Es extraño darse cuenta de que nunca –o muy pocas veces– he estado en casa. La he utilizado como lugar de paso en el que descansar y asearme, comer y dormir, leer y escribir, escuchar música o hacer la colada, pero casi nunca para estar en ella. Simplemente estar. Quedarme en ella. Sin hacer nada o, más exactamente, destejiendo mi rutina para abrir huecos de nada por los que se entrevean pequeñas partes de un todo del que no siempre soy consciente. Siempre he estado en ella para volver a irme. Y si era un lugar al que volver lo era como epicentro del tejido rutinario del movimiento frenético de mi vida: volvía para dormir, para comer, para poner la lavadora, para ducharme.
Las estancias de mi casa eran lugares de uso y de cierto abuso: el abuso de un tiempo que siempre era para otra cosa. Volcada en tareas por hacer, mi casa es reflejo de una vida trufada de utilidades y servicios. Su paisaje presenta una topografía bastante exacta de un vivir estando fuera. Tengo táperes en los armarios de la cocina e incluso termos de café. Tengo montones de listas con todo lo que tengo pendiente, pilas de papeles, de cuadernos y de carpetas, carteras para mis libros en la entrada, la bolsa del ordenador, un neceser de mano para poder asearme después de comer.
Tengo incluso dentro del bolso un cargador y medicinas. No sé cuánto voy a tardar en volver para reponer(me). No hay rincón en mi casa que no haga referencia a mi vida laboral. En realidad hace tiempo –vale… siempre–que trabajo también en casa porque cuando regreso de mi jornada laboral sigo en la mesa de mi pequeño despacho en noches que a veces rozan el amanecer de un nuevo día. Ya ven. Vivo en la desmesura de un sinfín de tareas que me expropian en muchas ocasiones de mi propia casa por un sueldo a fin de mes. Y de esta sala que ahora contemplo extrañada. La sala de estar. Nunca he estado en ella. Entiéndame: la he utilizado para trabajar, leer, escribir, escuchar música, recibir visitas, estar con mis amigos o cenar, e incluso –¿desde donde está leyendo este texto?– para sentarme en el sofá con el móvil y consultar las redes sociales. Pero la mayoría de las veces solo he parado en ella para hacer algo.
Hace tiempo que nuestras salas de estar son, en realidad, estancias de paso. Pasamos por ellas, pero no nos quedamos demasiado tiempo. Hasta ahora. Fiel reflejo de una vida construida hacia fuera, nuestra sala de estar es una forma de radiografía de nuestro presente. Una vida impropia que llena nuestra subjetividad de las (auto)imposiciones narcisistas del neoliberalismo al mismo tiempo que pervierte nuestras relaciones con el otro al aislarnos y al hacer de él, en el peor de los casos, un competidor, un enemigo, un sospechoso, alguien incluso inexistente. Ahora, detenida, desde la sala de estar de mi casa escucho a los vecinos, veo a personas asomadas al balcón y en los intersticios de las redes comienza a aparecer la vida de los otros. La suya, la que es tan parecida a la mía, pero también tan diferente con unas dificultades que antes ignoraba. El mundo de carne y hueso trasparece, pero hay que hacer el esfuerzo de salir de la burbuja en la que antes, como ratones en su rueda, nos desplazábamos al exterior. Y esta es la paradoja: que quizá la exterioridad se abra desde nuestras salas de estar.
Pararse (lat. parare) no es lo mismo que detenerse. Quien se para dispone hacerlo de tal modo que su acción forma parte de la producción: de ahí que se pre-pare o se am-pare. Pero quien se detiene (lat. detinere) ni hace un receso ni tiene por qué volver a la situación o al ritmo anterior. Hay un cambio cualitativo. Es, literalmente, una irrupción. Se cesa la acción. A menudo hablamos de no parar en casa –es decir, no descansar– porque no nos cabe en la cabeza “detenernos” para estar en ella.
El parar es un ralentizar o un demorar, un tomar fuerzas, pero nunca un morar en nuestra casa. En casa no moramos, nos demoramos porque vivimos hacia un fuera que tiene varias caras “filtradas” por un sistema que vive parasitariamente en nosotros: el trabajo y también una forma de relacionarnos a través de las redes sociales. Por eso no sabemos estar ni dentro de nuestra casa ni de nosotros mismos. Así el parar está condicionado al ritmo de lo exterior. Detenerse en cambio supone atender a otros ritmos, los nuestros, los del nosotros, humanos y no máquinas, y contemplarlos con la distancia del extrañamiento. Miro mi sala de estar extrañada. Moro en mi casa después de mucho tiempo por detención forzosa y me emplazo en mi vida. Me hago sitio en vida y, al hacerlo, aparecen los otros de forma, al fin, detenida. Ya no pasan: están los que se han quedado, los que se quedan. Y echo de menos tiempo para estar a solas —aunque no necesariamente en soledad— con mi vida. Y veo los táperes en la cocina, las carteras en la entrada, los montones de papeles y de listas, el ordenador siempre encendido, el móvil sobre la mesa, la necesidad de conexión y de salir de casa aunque sea virtualmente, de estar ocupados. Y me pregunto qué me pasa. Y qué nos pasa. Cada habitación de la casa se ha transformado en el espacio de una ocupación en la que nos llenamos de lo otro de nosotros mismos para huir del silencio y de la nada.
Y recuerdo, extrañada, que la filosofía, según se dice, tiene como origen la extrañeza según Platón, o el maravillarse (thaumazein) según Aristóteles. Pero un maravillarse que no tiene como fin otra cosa que no sea el entender mismo y la búsqueda de un sentido. Los ritmos “externos” y que hemos interiorizado como propios nos impiden maravillarnos y extrañarnos porque no hay contemplación (theorein) que es lo característico de quien no quiere nada salvo comprender. Hannah Arendt, en un texto tan hermoso como emocionante, relaciona de mano de Platón la noción de contemplación (theorein) con la de lo divino (theos): el ser humano se pregunta porque quiere saber, pero saber sólo saben los dioses. Así que hemos de asumir la humilde realidad de que no somos omnipotentes y excesivas deidades. La herramienta de los mortales es la prudencia, es decir, la capacidad de dar medida (mesura) para entender nuestra existencia. Frente a ella, la desmesura –y esto lo sabían bien los griegos– es el comienzo de la tragedia que nos arrastra al final de nuestra existencia. Claro que, para pensar con prudencia y distancia, es preciso tener una habitación propia. No en el sentido que le imprime Virginia Woolf sino en el de la necesidad de tener un espacio para estar… quedarse y cuestionarse los modos de estar en nuestra vida. Hace falta una estancia que dé distancia, no tanto para guarecernos del mundo sino para abrir el mundo desde la estancia. Hemos de saber estar para no dejarnos arrastrar.
La sala de estar es una sala que más que ser ocupada por nosotros, abre el espacio de ocupación de una subjetividad que no sabe estar a solas. Para ser tan egocéntricos como pensamos y velar tanto por intereses propios, cuánto nos cuesta estar a solas y quietos, cuánto nos gusta hacer ruido, hasta qué punto nos precipitamos en conclusiones sin medir antes las distancias de lo razonable. Pero incluso en esta búsqueda de lo otro en la subjetividad del que se considera libre e independiente, aparece la necesidad de estar con los demás, aunque sea para evitar el encaramiento con el verdadero otro: nosotros mismos.
Arendt lo llamaba solitud entendida como el diálogo crítico con uno mismo a través del cual nos convertimos en seres morales: “Todos los hombres son dos-en-uno, no sólo en el sentido de la consciencia y la autoconsciencia (que en todo lo que hago soy al mismo tiempo consciente de que lo estoy haciendo), sino en el muy específico y activo de ese diálogo silencioso, de mantener un constante trato, de estar en conversación con ellos mismos. Con sólo que supieran lo que estaban habiendo […] entenderían la importancia que tenía para ellos no hacer nada que pudiera malograrlo”. Quizá con solitud nos daríamos cuenta de la dimensión de nuestros actos al relacionarlos con su contexto. Como sostiene Arendt, sólo con esta solitud podemos ocupar el propio lugar en el mundo en lugar de ser ocupados por el ritmo de un sistema que es más propio de máquinas que de humanos. La libertad comienza luchando por tener una sala donde estar con nosotros mismos, saber lo que queremos, lo que pensamos y no dejarnos llenar por el ruido y la furia.
Ante la situación que estamos viviendo no se puede hacer como si nada, pero tampoco se puede hacer como si todo. Entre la nada y el todo hay un gradación entre la desmesura del incrédulo (quien decide no quedarse en casa por capricho, otra cosa distinta es la necesidad) y aquella que procesa el dogmático creyente (quien acapara los víveres del supermercado). Entre estos dos excesos que son siempre los del egoísmo y el frenesí, se abre la distancia que permite ver más allá del yo narcisista y detenerse en el nosotros. La enfermedad que nos azota hace tiempo, propia de los excesos, es nuestra forma de tratarnos contra nosotros mismos sin saberlo. De descuidarnos. Pensando en nosotros mismos y lo que suma en nuestro haber, hemos ido restando al todo de nuestro ser y, de consumo, a nuestro modo de estar hasta ser expropiados de nuestras salas de estar. Al restar en el cómputo total el resultado es siempre el de los números rojos de un tiempo sin estancias. No puedo sobrevivir sin táperes y sin mis montones de trabajo repartidos por casa, pero desde luego como no puedo vivir es desahuciada de mi propia vida, esa que se refleja en la sala de estar. Quizá sea hora de quedarse y detenerse en casa, dialogar con nosotros mismos, escuchar a los vecinos, recolocar lo público y nuestra implicación con él y aceptar, al fin, que somos en un nosotros. No hay más.