‘La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.
Pues sí: yo también voy a escribir sobre el coronavirus. Cómo no hacerlo, si andamos todas venga a pensarlo, venga a charlarlo, venga a darle clic a la información y la reflexión que nos hacen falta en mitad de este microscópico y gigante torbellino que ha venido a sacudirnos. Lo he dudado, ojo. Porque tenemos que hablar también de todo lo demás, de #LoQueNoEsCoronavirus y sigue ahí con su importancia. Pero es que a mí también me tiene esto en vilo y en constante pregunta. Y, sobre todo, en la certeza de que en este momento en que recibimos tantos estímulos y nos estalla la cabeza de implicaciones, nos hace mucha falta pensar en común.
En este estado de agobio y preocupación, yo lo que querría sería escribiros algo que fuera como llegar al dintel de vuestra casa con un táper de caldo y unas naranjas. Que tuviera el efecto de una tarde de reposo cuando acecha el ponerse pachucha, esa calma que es posible si la noción de fragilidad va acompañada de poder permitirse parar. Un alivio para los síntomas de las hipocondríacas, una mano tendida para quienes han sumado lío a la multitarea cotidiana, un paracetamol para los acatarrados, un buen sistema de sanidad pública para quienes resulta que sí, que la respuesta ha sido sí.
Los estados de excepción son fascinantes y abismales, no podemos evitarlo. Nos atrapan tal vez porque en ellos, como en un terrario, todo se ve bajo una lente de aumento. Como en los duelos y los tiempos de espera, como en las rupturas y los enamoramientos, son momentos en los que tenemos cada cual lo suyo a flor de piel. Y, entonces, todo se vuelve metáfora, índice posible para pensar algo. Como una tos que ya de pronto significa otra cosa al oírla, todo son síntomas que esta crisis nos permite, por otro lado, dedicarnos a interpretar.
Todo lo que damos por seguro en el día a día se ve bajo una nueva luz. Hay que pensar qué es el trabajo. En cuál otro, invisible, se sustenta. Los hábitos de consumo, cómo nos abastecemos. Nuestra relación con las normas. Las mayores vulnerabilidades. Qué es la salud, qué es lo común: qué es un país, incluso. Qué hacemos con el tiempo. La precariedad de quien nos hace tenerlo entretenido cuando se vuelve largo. Si se puede prescindir de unas elecciones. Todo, todo.
Cada cual en su modo de vida, empezamos a ver las fisuras de lo que pasa desapercibido en las prisas el día a día. Las acostumbradas a los malabarismos de conciliar trabajo y familia se enfrentan a la palabra “simultaneidad”. Quienes vivimos solas repasamos mentalmente la red de afectos, nos preguntamos quién nos echará una mano si nos da un fiebrazo, conjugamos como podemos las formas del vecindario. Los que tienen a cargo mayores o pequeños afrontan un extraño equilibrio entre acompañar y proteger.
Y, al mismo tiempo, nos toca también estar alerta a qué pueden ser funcionales las soluciones que tomen desde arriba en esta emergencia. No perder de vista lo que puede implicar que naturalicemos el cierre de fronteras, la prohibición de movilizaciones, la instauración de la soledad. Pero de esto ha escrito mejor Santiago Alba Rico.
Metáforas, metáforas por doquier. ¿Cómo no pensar en eso de que lo diminuto pueda devastarnos? Como en la vida misma, nuestras murallas de contención más firmes, preparadas para los meteoritos, no resisten bien la prueba del leve toquecito al dominó.
Más palabras importantes: “yo” y “el otro”. Tan importantes de pensar cuando se diluye la línea que las separa. Es una circunstancia la que te va a hacer cambiar de bando, qué temblor. Pero de esto ha escrito mejor Aroa Moreno.
Y en ese mundo, asalta la íntima pregunta del “¿lo tendré?”. ¿Sabrá esto hacernos mirar de otro modo a quien se la hace cuando pensamos en esas otras epidemias a las que históricamente se ha teñido de una carga moral?
#CerradMadrid se va volviendo trending topic, pero una abre las ventanas y entra este aire cálido y nublado, como de normalidad. Optas por quedarte en casa como mandan las noticias y te preguntas todo el rato si la calle será o no el escenario apocalíptico que imaginas. Al mismo tiempo, esa hiperlocalidad está conectada con lo mismo en Estados Unidos, Irán, Corea. ¿Cuál es el mapa del mundo? Piensas en África y en un escenario en el que ese sea el único lugar a salvo. Pero de esto ha escrito mejor David Trueba. Miras a Italia como quien mira a un futuro que va a llegar.
Lo difícil de la preocupación es dar con su medida justa. Lo difícil con el humor es dar con su medida sana. Lo difícil del afecto es saber cómo expresarlo si no te puedes tocar.
Hay que darle una vuelta hasta al sentido de un abrazo: nos reímos por el metro de separación, pero al mismo tiempo pensamos en quien tenga las defensas bajas y entendemos que esa podría ser la distancia del amor. Decía Ángela Merkel que nos toca cambiar el apretón de manos por una mirada a los ojos acompañada por una sonrisa prolongada para evitar el contagio. Logra cantar Jorge Drexler que “no se toca el corazón / solamente con la mano”. ¿Qué nuevas intimidades nos permiten explorar las nuevas convenciones?
Está en juego la relación lo privado y lo público, en un doble sentido. Por un lado, se hace obvio algo que muchos médicos comunitarios llevan décadas diciendo: que la salud colectiva es la del eslabón más débil de cada sociedad, y que la de cada persona está firmemente entrelazada con la del colectivo. ¿Sanidad universal ya por fin sí? Por otro (que es en realidad el mismo), nos queda claro que no se vale sacar tajada de la emergencia, y que bien podría tener sentido que no haya hospitales de pago cuando se acaban las camas de los que pueden atender a cualquiera.
Es un tira y afloja entre la solidaridad y el miedo. La mascarilla, otro símbolo: no se trata de ponértela para no contagiarte, sino para no extender el problema. Lo vamos entendiendo: no se trata de que si estás fuerte no te vaya a pasar gran cosa, sino de que no puedes ir llevando de mano en mano algo que para ti puede ser solo una gripe, pero que a otra persona la podría matar.
Esto va a ser un poquito largo, así que antes o después se nos va a convertir en normalidad. Estaremos enseguida escribiendo de otras cosas, aunque siga el goteo de cifras, la dificultad en las vidas, la inquietud en los cuerpos. Y, para entonces, ¿qué se nos habrá quedado dentro? ¿Qué costumbres, qué rutinas? ¿Qué despidos, qué cierres de puertas, qué desconfianzas?
Pero, también: ¿qué solidaridades, qué responsabilidades, qué sentido de lo colectivo?
Pensamos muchas cosas, mientras todo se suspende y altera en un parar que es a la vez un no parar. Es extraño, en las vidas que llevamos, que irrumpan la fragilidad, la muerte, el miedo, y que se les dé espacio. Es extraño que irrumpan la comunidad, el cuidado mutuo, y se les dé espacio.
Vamos a ponerlo sobre la mesa, no pasa nada: andamos nerviosillas, revueltos, con ansiedades. Tenemos un poquito de angustia en la boca del pecho, nos saltan lagrimones con unas cosas y nos da la risa floja con otras. Por eso, en este momento, conviene un esfuerzo de pensar cómo pensar.
Puede haber algo muy fértil en que este estado de alerta no sea de alarma. Que el estado de excepción nos sirva para mirar a los ojos a cómo vivimos, a cómo nos vemos, a cómo nos construimos en colectivo. Y que no se nos olvide la herida abierta luego, cuando vuelva lo que llamaremos “normalidad”.
Por lo demás, aquí una bolsa de naranjas y un caldito. Cuidaos mucho. Cuidémonos bien.