Escribir para cambiar el mundo. Qué ingenuidad. Si ni siquiera puedes mostrarlo, retratarlo, si la literatura no es espejo sino la sombra de una idea. ¿No hemos escarmentado con todos esos literatos que pretendían interpretar para nosotros la realidad, juzgarla, criticarla, y luego se alistaban en ideologías implacables? Además, esos libros que pretenden distinguir el bien del mal, que moralizan y pontifican, nos resultan planos, sus personajes recuerdan a marionetas en manos de un ventrílocuo al que vemos mover los labios: dejamos de mirar la marioneta para fijarnos solo en quien la maneja. Mira, este es el mundo en el que vives, nos dicen, pero nosotros solo vemos cómo el autor retuerce la realidad para qué esta sea lo que él quiere.
Es tan vulgar, diría Ortega y Gasset, usar el arte para mostrar el mundo. “Alegrarse o sufrir con los destinos humanos que, tal vez, la obra de arte nos refiere o presenta es cosa muy diferente del verdadero goce artístico. Más aún: esa ocupación con lo humano de la obra es, en principio, incompatible con la fruición artística”. Así lo dejó escrito en La deshumanización del arte, pequeño ensayo dedicado a demostrarnos que el arte contemporáneo –contemporáneo de su época, pero la idea ha pervivido y revivido con la posmodernidad– debe centrarse en la forma y en la idea; hacer otra cosa nos aboca al melodrama, esa basta simplificación que atiza nuestras emociones. ¿Será verdad? Soy un escritor sin carácter.
Leo algo así y me pongo a dudar, doy la razón, me flagelo por haberme ocupado demasiado de tragedias emparentadas con las que se viven en el mundo real. Me prometo hacer caso a Ortega y olvidarme del mundo mientras escribo: “…novelista es el hombre a quien, mientras escribe, le interesa su mundo imaginario más que ningún otro posible”. Lo esencial entonces es la forma, el lenguaje, o, para referirme por última vez a Ortega, lo que importa no es el jardín, sino el cristal a través del cual lo observas. La emoción estética es producida entonces por la obra en sí, no por el mundo al que se refiere.
Me dejo convencer, seducir. Aprecio tanto las ideas bien expresadas que me entusiasmo y las creo. Al menos durante un rato. Porque hay más voces interesantes que contradicen al maestro deshumanizador. Para hacer una transición suave podemos acordarnos de Proust, para quien el estilo es como el color para el pintor, no una cuestión puramente técnica, sino una manera de ver. Y si completamos esa idea con otra de Alain Bohrer, nos alejamos definitivamente del punto de partida: la ambición del artista, nos dice siguiendo a Rembrandt, no es mostrar lo que se ve, sino “aquello que sin la pintura no podríamos ver”.
Suspiro aliviado. Esta fórmula me salva de la vulgaridad; puedo continuar interesándome tanto por el instrumento, la escritura-cristal, como por la realidad, el jardín. Y me permite seguir admirando obras y escritores cercanos al realismo pero en los que la elaboración estética me parece admirable.Y además esa pista me abre un resquicio para el optimismo: el arte transforma la realidad al revelar sus rincones invisibles, modificando así nuestra forma de entenderla o imponiéndonos una perspectiva nueva de lo que nos rodea. Pero no es solo eso, no se trata solo de ver, se trata de acceder a una emoción que resignifica el mundo y nuestra forma de estar en él.
Leo Tranquilas, historias para ir solas por la noche, una colección de relatos autobiográficos de escritoras que narran experiencias en las que han sido sometidas a abusos o han temido serlo, abusos que hace unos años ni siquiera se habrían llamado así: una palmada en el culo, una frase soez, una insistencia insoportable en tener relaciones sexuales por parte de un amigo o desconocido. Aunque antes de leer los relatos contenidos en el libro sabía que todo eso existía, solo al leer la elaboración artística de todas esas situaciones “entiendo” realmente, es decir, consigo en parte ponerme en la situación de la otra y comprendo cómo esas formas de relación impregnan la vida de una sociedad. De pronto mi conocimiento ya no es solo intelectual: el jardín revela rincones desconocidos y el cristal, a veces empañado, me permite intuir especies de las que no tenía noticias.
Pero ¿transforman ese conocimiento, esa intuición, esa emoción el mundo en el que vivo? En una primera aproximación se podría decir que no: ¿cuántos hombres van a leer el libro? En el acto de presentación conté cinco hombres entre más de sesenta personas y sospecho que algunos ni siquiera habríamos estado allí de no haber acompañado a nuestra pareja. Puede entonces que un libro así no cambie nada directamente en la comprensión, y por tanto en el comportamiento, por parte de muchos hombres.
Pero el solo hecho de nombrar sensaciones que muchas habían callado por vergüenza o por miedo o porque hasta ahora no se habían atrevido a llamar por su nombre –violación, abuso, acoso– ya que estaban tan normalizadas que les costaba darles el relieve que merecían, tiene de por sí utilidad. La conciencia acrecentada de lo que les ha sucedido de alguna forma a todas, sí puede significar un cambio en su comportamiento, en la conciencia de lo que es abusivo, en su forma de poner límites y de rechazar. Y eso, a la larga, quiero creer que tendrá una incidencia en el comportamiento de los hombres, que ya no podremos quitarle importancia, disculpar, negar, mujer, tranquila, si no es para tanto.