Votamos por colores o por razones. Votamos por castigo, por
miedo, por esperanza, por rabia. Votamos con convencimiento o con desgana,
votamos a última hora o en cuanto abren los colegios. Votamos con dudas o con
orgullo. Votamos cosas distintas de lo que habríamos votado ayer. Votamos
siempre lo mismo. Votamos bromeando o con una lágrima, votamos recordando a
quienes pelearon para que pudiésemos o pensando en quienes no pueden aún.
Votamos por nuestro interés o por el interés común. Votamos tras un sopesado
estudio de cifras, de consecuencias y de contradicciones. O por inercia.
Votamos en familia, votamos sin que nadie nos vea, votamos antes de las cañas o
después de misa, votamos por correo porque seguimos sin saber a qué lugar
llamar “mi casa”. Votamos de prestado, prestamos el voto. Votamos con
responsabilidad o con ligereza; votamos a unos, a otras o metemos un chorizo en
el sobre. Votamos como somos, como estamos, como querríamos ser.
El gesto es simple. Coger una papeleta, ensobrarla, hacer el ritual de la ciudadanía cotejando una lista con un papel. Ya está. Un voto entre millones de votos. Pero nos importa, nos importa hasta hacer que nos gritemos. Y es que en ese unísono de insignificancias se condensan la memoria de todo lo que nos lleva hasta esa urna y el incierto vislumbre de lo que imaginamos para el después.
Unas elecciones son un momento de excepción que hemos aprendido a entender como culmen de lo político, cuando no como su único momento. Pero la política, ya sabemos, está en cada cosa que nos rodea y en cada ámbito de nuestro hacer. Política es lo que consumimos, cómo nos relacionamos, qué idioma hablamos, qué palabras elegimos usar en él. Así, también, una campaña electoral es el momento en que más vemos lo que hemos aprendido a entender como trabajo político; pero su excepcionalidad de debates y entrevistas, de juegos retóricos pensados para las cámaras, es en cierto modo lo contrario del trabajo político. El trabajo político es la labor cansada y permanente de organizarse en común, el diario esfuerzo de entenderse, el cansancio de construir vínculos y espacios sólidos, el cotidiano diagnóstico de las prioridades. Lo contrario a una performance de tiempos cortos.
Entre el paso a paso y los cruces de caminos hay un diálogo
extraño. Sabemos que el amor construye sus milagros solo en lo cotidiano, y sin
embargo hay discusiones devastadoras y conversaciones que reparan el mundo.
Sabemos que el trabajo apila sus logros en la rutina como piedrecitas para un
muro, pero hay días de lucidez o de desastre que marcan diferencias decisivas.
La crianza de una persona, su educación: sabemos que es un lento goteo de
ejemplos en cada cosa, y sin embargo hay aprendizajes como relámpagos que pueden
cambiar un rumbo para siempre.
Sí, lo sabemos: una vida es la suma de tibias nimiedades, el lento transcurrir de las pequeñas decisiones, las costumbres que pueden tender hacia la paz o hacia la desgracia. Pero existen intuiciones lúcidas, accidentes fatídicos, encuentros fundamentales. Días extraños, que cambian las condiciones en que se darán los otros. Aunque hayamos llegado hasta el cruce paso a paso, y paso a paso vayamos a seguir andando.