A principios de la década de los años cincuenta del pasado siglo, Doris Lessing viajó a la Unión Soviética. Lessing había solicitado su afiliación al Partido Comunista cuando ya albergaba serias dudas sobre la oportunidad política y el vigor transformador del comunismo. Lo había hecho para, como cuenta en sus memorias, dar salida a una neurosis. Bajo mi punto de vista, Lessing encarnaba a través de un acto tan inconsecuente las contradicciones de su siglo. Conscientes algunos de sus conocidos y correligionarios del carácter tentativo de la decisión de Lessing, la emplazaron a incorporarse a una delegación de intelectuales británicos que participarían en el Llamamiento de Escritores por la Paz en el Mundo, celebrado en la Unión Soviética. La participación de Lessing en este evento, era la condición que la dirigencia del partido impuso a la escritora para verificar su afiliación.
Si te habías socializado –como era su caso– en círculos comunistas y habías participado del repertorio intelectual que se desplegaba desde los mismos, lo lógico era intensificar tu compromiso con el partido, incluso teniendo dudas como las que ella tenía y compartía con sus allegados. Pero si tenías dudas, también era razonable que el partido estudiara tu solicitud y te impusiera alguna clase de condición para garantizarse un compromiso inquebrantable. Lessing viajó a la Unión Soviética.
En el primer encuentro que los visitantes británicos
celebraron con los representantes soviéticos, y tras escuchar las
intervenciones institucionales de los segundos, tomó la palabra Naomi Mitchison.
Lessing narra en el segundo tomo de sus memorias (Un paseo por la sombra,
1997) lo siguiente:
“Aquella mujer madura, con un aspecto no muy distinto de un simpático terrier, dijo que había estado en Moscú en los años veinte, que había protagonizado la relación amorosa más maravillosa del mundo y preguntó por qué la Unión Soviética había adoptado una actitud tan hostil hacia el amor libre”.
Los rostros demudaron su expresión. Las risas pugnaban por
salir, pero la seriedad y la dureza del recinto y su atmósfera evitaron un
incidente diplomático cuando Naomi Mitchinson acusó a los soviéticos de
reaccionarios en materia amorosa.
Mitchinson no era una ciudadana soviética, ni siquiera era una ciudadana “media” de las clases subalternas en su Gran Bretaña de origen. Era una intelectual que llevaba una vida austera y para la que el comunismo era una “idea” que colisionaba con otras “ideas” que ella tenía –igual que Lessing– acerca de la vida. Por ejemplo, su “idea” del amor como necesariamente –en la terminología de entonces– “libre”. El comunismo no era, en la experiencia de estas dos mujeres, una forma de organización social que imponía un estilo de vida. La brecha entre la idea del comunismo que podían tener los intelectuales occidentales y la experiencia de las masas ciudadanas bajo un “socialismo de Estado” guardaba en el fondo poca relación.
Y es que mientras las feministas occidentales creían en el amor libre, el socialismo de Estado favorecía la emancipación femenina en el este de Europa. Podemos tomar conciencia de esta cuestión a través de la muy recomendable lectura del ensayo de Kristen Ghodsee, Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo.
También podemos y debemos seguir polemizando con mujeres
cuyo legado para el feminismo occidental es incuestionable, como es el caso de
Doris Lessing, gran polemista a su vez.
La escritora británica discutió airadamente con algunos de
sus compañeros de viaje. A Alfred Coppard, en particular, trató de convencerle
por todos los medios de que no manifestara públicamente su admiración por
Stalin, de que se inhibiera de elogiarle en la radio. Mientras debatían, según
cuenta la propia Lessing:
“A veces trataba de besarme o de acariciarme, pero mi
riguroso sentido del deber excluía las frivolidades amorosas. Además, era
viejo”.