El machismo no existe en el mundo literario; esa sería la conclusión que habría que extraer de los dos artículos que Alberto Olmos ha dedicado recientemente al tema. Sí, hay algo de machismo, pero podemos eliminarlo todos juntos, hombres y mujeres de buena fe, con sentido común, porque la igualdad es beneficiosa para todos, sería más bien la conclusión a extraer de un artículo de Vargas Llosa en el que se defiende de un manifiesto que puso en tela de juicio la equidad de la fundación que lleva su nombre y que concede un jugoso premio literario.
Independientemente de que se esté o no de acuerdo con una de esas dos conclusiones, lo que me sorprende es la debilidad de los argumentos que blanden los dos autores, cada uno a su manera. Olmos a ratos desbarra, como cuando usa la participación de hombres y mujeres en un determinado premio literario para deducir que hay muchos más hombres escribiendo que mujeres (¿solo un premio tiene valor estadístico? ¿Y el hecho de que se presenten más hombres significa que escriben más o puede tener otras lecturas? ¿Qué hago con el dato de que hay más mujeres en talleres de escritura que hombres, que ellas lo hacen peor y no llegan a ser escritoras?), o cuando decide que son los escritores con más éxito los que defienden el feminismo, porque este está en auge y si los autores han tenido éxito es porque tienen buen olfato y saben adaptarse a los cambios para estar cerca del poder; el argumento es tan absurdo e insidioso que no merece la pena detenerse en él. Pero algunos de sus argumentos son eco de otros que hemos leído y oído en críticas al feminismo en el mundo literario, también cercanos a los de Vargas Llosa, quien, de forma menos provocadora, cae en excesos argumentativos muy similares. Y desde luego en lo que coinciden es en situarse en una supuesta objetividad cargada de sentido común: si Olmos afirma que él lo que cuenta es «la verdad», Vargas Llosa habla desde la autoridad que le confiere su prestigio literario y su poder real: en la bienal y el premio que llevan su nombre, nos dice, jamás se instaurará ningún tipo de cupo.
Viendo los argumentos de estos dos articulistas y recordando lo leído y oído a otros que se definen como feministas pero de los auténticos, de los que rechazan el feminismo radical o la corrección política, esos dos conceptos que dicen más sobre quienes los usan que sobre aquellos a los que se refieren, me parece distinguir un conjunto de falacias que merece la pena examinar.
Histéricas y radicales
El feminismo, nos dicen, está siendo dañado por una serie de histéricas y radicales que llevan demasiado lejos lo que podrían ser las justas pretensiones de las mujeres. Feminismo radical, ese es el concepto usado tantas veces para descartar opiniones, manifestaciones, acciones que van más allá de lo que aconseja el llamado sentido común.
Que todos tenemos derecho a criticar tal o cual manifestación del feminismo –como de cualquier otra ideología– me parece evidente. Lo sospechoso es que esas críticas creen una especie de ideología común en la que englobar lo que incomoda. Esa actitud permite decir yo no soy machista, pero (no soy racista, pero). A mí no me satisfacen las tácticas de Femen, estoy en desacuerdo con algunos rasgos del #MeToo. Eso no me lleva a poner un pero al feminismo, sino a disentir de personas y grupos. Eso que llaman feminismo radical no es a menudo más que una manifestación de la disensión entre oprimidas y opresores. Los blancos liberales que eran solidarios con la emancipación de los negros también decían a menudo lo mismo: tienen derecho, pero. La violencia no lleva a ningún sitio, dicen los que se benefician de una situación de desigualdad; sentémonos a hablar, como personas racionales. Que probablemente quienes sufren la desigualdad tienden a tener una visión más drástica de la situación que quienes se benefician de ella parece lógico. También que no existe esa verdad objetiva, ese sano punto medio, sino visiones e intereses distintos. Y esto nos lleva a la siguiente falacia.
Todos juntos por un mundo mejor
Los hombres, nos dice Vargas Llosa, salimos beneficiados de la igualdad, no puede haber un mujeres contra hombres, no tiene sentido.
Mentira. Eso es suponer que puede haber una situación justa para todos y que se puede lograr pacíficamente. Es la negación habitual del conflicto que permite medrar al liberalismo; es la negación de la política real y la confrontación. Y es insinuar que los hombres no tienen intereses propios: recuerda al sindicato vertical en el que supuestamente los empresarios y los trabajadores tienen los mismos intereses, que a la empresa le vaya bien; pero que a la empresa o a la sociedad les vaya bien no significa que sea beneficioso para cada uno de sus componentes.
¿Acaso quieres que te inviten a algo o te den un premio o te publiquen para llenar la cuota?, dicen desdeñosos los «feministas liberales», tan adalides de la libre competencia. Pero ¿acaso usted, señor Vargas Llosa, rechazaría los honores y los beneficios económicos recibidos por haber realizado su carrera en una sociedad en la que los hombres tenían muchas más facilidades que las mujeres para medrar en el mundo literario, en la que el canon era casi exclusivamente masculino, en la que los premios rarísima vez recaían sobre una mujer? ¿No es usted un hombre cuota? No me diga que hombres y mujeres tienen los mismos intereses porque no es verdad. Porque no tienen las mismas posibilidades. Una cosa es ceder generosamente una parcela de poder y otra aceptar que te arranquen también aquellas que preferías conservar para ti. No hay cambio social importante sin conflicto porque ningún grupo cede sus privilegios sin defenderse –aunque a veces finja hacerlo–.
La magia de los números
Los números sirven para casi cualquier cosa y los utilizan todos los bandos como arma arrojadiza. Es frecuente que cuando un grupo de escritoras protesta porque solo hay tal o cual porcentaje de mujeres en tal o cual evento, la respuesta escandalizada es que se invitó a más mujeres pero declinaron. Ah, el desequilibro de géneros es culpa de las que no fueron. Pero ¿no se invitó también a más hombres que no aceptaron? Lo que no nos dicen es si habría cambiado el porcentaje si todas y todos hubiesen dicho que sí. ¿Por qué se les ocurren hombres para sustituir a las mujeres que no aceptaron y no otras escritoras? ¿Por qué no se ha sustituido por mujeres a los hombres que no pudieron o quisieron participar? Porque los organizadores tienen más presentes a escritores que a escritoras, se les ocurren más hombres para intervenir sobre ciertos temas que mujeres. Una confesión: a mí también me ha ocurrido durante mucho tiempo. ¿Puedo justificar esa deficiencia con la calidad? De eso hablaremos más tarde.
Los números se usan también en otros contextos para oscurecer el debate. Es frecuente que se use el argumento de que las mujeres hoy venden más que los hombres, lo que demostraría que hoy existe la igualdad; no he visto cifras que lo avalen, pero voy a darlo por bueno por razones retóricas. ¿Significa eso que la consideración de la que gozan es igual? Eso supondría que las mesas de las librerías deberían estar también ocupadas por más mujeres que hombres. Hagan la prueba, paséense por la librería más cercana y comprueben si es así.
Es cierto que las cosas están cambiando, que hoy el desequilibrio es mucho menor que hace diez años. No hace tanto yo constataba que en las estanterías de mis amigos –y amigas– muy rara vez el número de títulos escritos por mujeres rebasaba el 20% –me dediqué mucho tiempo a contarlo–. Ya sé que esto no tiene un valor estadístico, pero les pido que piensen si en las suyas esto era diferente hace unos años. Y si hoy la diferencia no es tan grande es precisamente gracias a las protestas y reivindicaciones de las escritoras. Quienes se quejan de lo protestonas y ruidosas que son y aducen que tanto énfasis en el género puede llevar a injusticias hacia escritores varones muy meritorios me recuerdan a los fumadores que durante años han fastidiado con su humo a los no fumadores, incluso a riesgo de producirles enfermedades, y ahora se rasgan las vestiduras porque al prohibirles fumar en ciertos espacios se coarta su libertad: maldito puritanismo, claman los oprimidos a los que antes era indiferente el daño ajeno.
Para que haya una discusión significativa habría que examinar de verdad las ventas, el número de traducciones (el reconocimiento internacional durante mucho tiempo ha sido más fácil de obtener para los hombres), la frecuencia de aparición en estudios literarios con pretensión canónica. El uso selectivo de las cifras para probar una supuesta igualdad no muestra más que la mala fe de quien lo hace.
Interesadas y deshonestas
No todas las mujeres protestan, y desde luego no todas protestan siempre. No todas se suman a cada manifiesto. Hace poco Olmos indicaba que algunas autoras conocidas no habían suscrito el manifiesto contra la desigualdad en los premios y las actividades de la Bienal Vargas Llosa, y llegaba a la conclusión de que protestaban solo aquellas que no son invitadas; es decir, las mediocres.
Aparte de que las mujeres citadas sí participan en otros manifiestos y en manifestaciones feministas, parece abusivo interpretar sus actos como al argumentador le conviene, porque me consta que no les ha preguntado por sus razones. Además, ¿no es extraño que se espere de las mujeres que solo protesten desinteresadamente? ¿No tienen derecho a denunciar un defecto estructural precisamente las que más sufren sus consecuencias? ¿Deberían solo los ricos pedir justicia social? ¿Es sospechoso de egoísmo un afroamericano marginado que pide el fin del racismo? Aunque no se trate de casos equivalentes, sí me parece muy desconcertante que se afee la protesta a quienes se rebelan por razones no altruistas, como si ideología e interés fuesen necesariamente independientes (esa falacia moral que pretende desarticular las reivindicaciones más justas).
Cierto, entre esas mujeres habrá algunas que participen en la protesta aunque no les interese la justicia. Vargas Llosa se quejaba de que tres firmantes habían sido invitadas a la bienal y lo habían rechazado. Por qué están ahora en esa lista no lo sabemos, quizá por oportunismo, quizá por solidaridad con tantas no invitadas…, como digo, no lo sabemos, pero de todas formas ninguna de las dos posibilidades desautoriza al resto de las firmantes. En todo movimiento, partido, grupo de opinión se puede encontrar a gente deshonesta. Pero eso no invalida por sí mismo ni uno de los argumentos de ese grupo.
La trampa de la excelencia
Pero es que muchas son mediocres, insistirán los organizadores de los eventos. Vargas Llosa, muy digno, de hecho afirmaba en su artículo que el único criterio que se aplica en su Bienal y en el premio es la excelencia.
Como si la excelencia fuese un criterio objetivo; como si el poder no desempeñase un papel en quién participa en qué actos; como si las amistades y las relaciones fuesen un asunto menor. Como si el canon estuviese libre de interferencias debidas al género, a la raza, al país de procedencia, a la clase social. Como si la cercanía al propio Vargas Llosa no pesase en ciertas elecciones.
¿Hace falta de verdad explicar que la excelencia es, aunque quizá no por completo subjetiva, al menos un criterio nebuloso? Emilia Pardo Bazán no pudo entrar en la Real Academia de la Lengua; varios de sus miembros la insultaron y despreciaron en público y en privado, entre ellos Zorrilla y Valera: ¿Diría alguien en su sano juicio que estos dos varones eran más excelentes que Pardo Bazán? María Luisa Bombal sufrió un trato similar por parte de sus coetáneos, que le negaron el Premio Nacional; consideraban que sus temas sentimentales no tenían valor literario; la mayoría de aquellos escritores y críticos displicentes están olvidados, como lo están muchos de los que sí obtuvieron el premio. La excelencia tiene que ver, y mucho, con aquello que en una sociedad es considerado importante; como no se cansa de recordar Laura Freixas en sus escritos, hay numerosos temas que, por ser cercanos a la experiencia de la mujer, durante siglos no se han considerado de valor artístico; la maternidad es uno de ellos, la vida en el hogar, la experiencia del cuerpo femenino, etc. Hace poco un crítico español hablaba de “cacharrería doméstica” para referirse a los temas que podrían salir de los diarios de las mujeres escritoras. Mientras que de los de los hombres salen obviamente consideraciones profundas sobre temas relevantes. El valor de la materia literaria no es intrínseco, es una decisión cultural. ¿Nos extrañará que sean ciertos temas y ciertos enfoques los que han primado en un canon confeccionado casi exclusivamente por hombres los que se consideran excelentes?
¡Pero hay muchas mujeres en posiciones de poder en el mundo literario!, exclama Vargas Llosa. ¿Las van a acusar de machismo si en sus editoriales se publica a más hombres o si en los premios que dirigen hay también un desequilibrio de género? Esa afirmación deja de lado que la estética también depende de las estructuras de poder de una sociedad, esto es, que nuestro gusto, seamos hombres o mujeres, no es individual. En un artículo reciente, Aroa Moreno afirmaba que no hace tanto ella leía casi solo a escritores y hoy lee a muchas más mujeres. Es muy posible que también las editoras estén cambiando en sus elecciones, en la atención que prestan a la “literatura femenina”. Y eso solo ha sido posible precisamente gracias a transformaciones sociales que tienen mucho que ver con el movimiento feminista. No me cabe duda de que debemos buscar la excelencia, la calidad, en los catálogos editoriales y en cualquier acto cultural, pero siendo conscientes de que esa excelencia tiene siempre un sesgo ideológico, aparte de que a menudo, como decía, nuestro juicio está condicionado también por intereses extraliterarios. ¿Por qué es entonces tan grave tener también en cuenta el sesgo de género? Dicho de otra manera: los participantes en un congreso son elegidos por su calidad, pero también por otra serie de factores, que van de la amistad a la táctica –intercambio de favores–, al canon viciado, a la propia ignorancia; entonces, ¿tan grave es pensar que el número de mujeres presentes es resultado de numerosos factores y que, en caso de desequilibrio de géneros, no sería ilegítimo alterarlo para que sea más equitativo?
¿Autocrítica? Jamás
Esto es lo más llamativo. La defensa a ultranza de sus decisiones por parte de todos estos señores que imperan en el mundo literario. En lugar de detenerse un momento a reflexionar, inmediatamente lanzan epítetos que impiden cualquier análisis: feministas radicales, deshonestas, inquisidoras. Hacen aquello a lo que recurre cualquiera carente de argumentos: en lugar de examinar el centro de lo que se exige, se enfocan en sus rasgos más débiles. En lugar de pensar por qué tantas mujeres firman ese manifiesto –y preguntarse entonces si pueden tener razón– prefieren señalar a las tres que no tienen justificación para hacerlo. En lugar de pensar en el propio criterio de excelencia, rechazan con vehemencia la paridad dictatorial que tanto temen; en lugar de pensar en cómo las mujeres han tenido que sobrevivir en un entorno patriarcal (del que ellos se han beneficiado y benefician) se rasgan las vestiduras y alertan de un posible feroz matriarcado que nos acecha. Señalan cada una de las manifestaciones menos inteligentes de la nueva corriente crítica pero no se inmutan ante las de sus compañeros. El feminismo radical es el mayor enemigo de la cultura, llegan a afirmar, y obviamente cualquier movimiento que se vuelve hegemónico tiene sus riesgos, pero estamos muy lejos de haber llegado ahí. Quizá sería más urgente examinar el riesgo que supone para la cultura que hombres como ellos tengan el poder que tienen y lo repartan entre sus amigos y afines.