Los filósofos latinos decían que la corrupción de las cosas mejores es la peor. Lo hemos visto confirmado muchas veces a lo largo de la historia. Ahora, la evolución del Frente Sandinista en Nicaragua es un ejemplo de lo más claro de esta ‘corrupción de lo mejor’. La Revolución Sandinista, que triunfó sobre la dictadura familiar de los Somoza en 1979, y las primeras medidas tomadas por los sandinistas, como la campaña nacional de alfabetización, que movilizó a miles de jóvenes para llevar a la educación a los más apartados rincones del país, sacudió las conciencias de todos los sectores progresistas del mundo, lo que provocó una imponente ola de solidaridad internacional con Nicaragua. En mi empresa, Iberia, se formó un comité de solidaridad con el país, que empezó a lanzar unas hojas mensuales apoyando la Revolución Sandinista. En la primera hoja se podía leer: “NICARAGUA, Una luz de esperanza para todos los pueblos del Tercer Mundo que luchan por su liberación ¡AYUDA A MANTENERLA ENCENDIDA!”
Pero la luz de esperanza se apagó pronto. Desde EE. UU. se desató una feroz ofensiva contra esa revolución.Guerra a nivel político y económico, y en la frontera con Honduras se organizó y armó una fuerza guerrillera, la Contra, para luchar contra los sandinistas. Una guerra que dejó extenuada a Nicaragua, y llevó a que el Frente Sandinista perdiera las elecciones de 1990. Pero lo peor no fue la pérdida de las elecciones, sino la reacción de la dirigencia sandinista. Antes de entregar el poder, líderes y gente de su entorno pusieron a su nombre gran cantidad de bienes muebles e inmuebles, en una operación conocida popularmente como la piñata.
Formaron un grupo burgués que, conservando el nombre y el discurso revolucionario, en el terreno ético y moral fueron cayendo cada vez más bajo. Daniel Ortega se alió con Arnoldo Alemán, un expresidente notoriamente corrupto. Con una ley que penaliza el aborto en cualquier circunstancia se atrajo al cardenal Obando, líder de la Iglesia más reaccionaria. Estableció acuerdos con la gran patronal nicaragüense para que realizara sus negocios sin trabas y, por fin, lanzó el demencial proyecto del gran canal interoceánico.
Ortega, de nuevo en el poder tras las elecciones de 2007, controla todas las instituciones del Estado, la Junta Electoral Central y el poder judicial. Ha ilegalizado a las formaciones políticas que le podían hacer sombra y reformado la Constitución para permitirle la reelección indefinida. Por último, ha designado a su mujer, Rosario Murillo, como vicepresidenta de un país en el que la corrupción se masca. Y eso es lo que está en el fondo de las actuales movilizaciones populares.
En una carta firmada por Ernesto Cardenal, sacerdote y ministro del primer gobierno sandinista, y un numeroso grupo de personas, antiguos sandinistas y seguidores de la Teología de la Liberación, se afirma: “No vivimos ninguna conspiración planificada, financiada y dirigida desde el norte. Es una insurrección de la conciencia, la de un pueblo harto de diez años de abusos, arbitrariedades, corrupción e impunidad. No es un golpe suave contra un gobierno revolucionario socialista, es una revuelta ciudadana contra un excelente alumno de las más pura recetas neoliberales. No es esto un gobierno sandinista, es un régimen terrorista”.
Durante estos años en España se hablaba muy poco de Nicaragua. Sólo llegaban el color de las banderas rojinegras y el discurso revolucionario de Ortega. Y, además, dado que ya sabemos cómo se las gasta el gran vecino del norte, mucha gente pensó que las manifestaciones populares respondían a una de las conocidas maniobras de la CIA. Pero poco a poco la realidad se va abriendo paso.