A principios de septiembre al verano aún le queda casi un tercio de su duración, al calor, en las latitudes más meridionales del país, incluso algo más. Sin embargo, la sensación de derrota de lo estival es notable en cuanto el noveno mes del calendario comienza. Puede que por el recuerdo infantil del fin de las vacaciones, puede que porque a estas alturas estemos ya cansados de los anuncios de cervezas mediterráneas que, para algunos, pobres y mesetarios, son a medias una afrenta y una ventanita a un paraje de ciencia-ficción.
En mi caso lo que peor llevo del verano son los pantalones cortos, porque, además de ser de un pésimo gusto, me hacen sentir como un aventurero de catálogo de tienda de deportes. Elena Rosillo que, además de ser parte del conjunto de música juvenil Jamonas, escribe también en estas páginas, me acabó de confirmar mis sospechas al sentenciar que un hombre en pantalones cortos es el cúlmen del anti-erotismo. Mirándome a las piernas. O sea, que ni Burt Reynolds en shorts de tenista hubiera podido arreglar el asunto.
Si pude servir de mofa momentánea para la Rosillo fue porque, como les explicaba hace un par de semanas, he pasado todo agosto en una casa del centro de Madrid, en uno de esos barrios que fue cuartel de artillería e insurrección popular, escenario de Mala Hierba, el objetivo preferido de los cañones del Cerro Garabitas, prostíbulo para falangistas, refugio para escritores, movida y dosde, indie y botellón. Hoy, ya convertido en parque temático, guarda todo esto de alguna manera, más que conviviendo con los trolleys, negándose a desaparecer como la suciedad de las paredes, el vermú de grifo o el Nueva.
Dicen que no es bueno volver a los sitios donde fuiste feliz. En mi caso, como al final nunca he sido del todo feliz en ninguna parte, no creo tener que atenerme a frases hechas. Supongo que, al final, lo que cuenta más que el lugar son las razones de la vuelta. Hay quien vuelve por decisión propia, otros con la inercia de la huida y unos pocos porque seguramente no nos queda más remedio: no nos quieren en ninguna parte más que aquí. Somos adoquines y meados en esquinas, farolas naranjas y cierres mohosos, andar afectado y pose en la barra. Apócope de rocanroleros sin discografía. Lo último que queda del siglo XX.
Estar fuera de tu ciudad tres años da para que cambien muchas cosas y para que todo siga más o menos como siempre. Da para subidas de alquileres, para que la calles se encanallen con banderas, para que los pocos bares que quedaban hayan cerrado. Da para unas cuantas pantallas sobredimensionadas, para muchas más tiendas de ropa y para unas obras que nunca desaparecen. Da para ver a los chicos del 15-M haberse vuelto excelentísimos señores. Pero ese no es el problema. Lo extraño de volver es que nunca somos la persona que se había marchado.
Todo lo que quedó ha seguido su curso. Los amigos, cada vez menos pero mejores, progresan en sus trabajos, tienen hijos, quedan más los domingos por la mañana. Han trazado nuevas complicidades, han desarrollado algún que otro odio, pero siguen siendo esas personas con las que te irías a buscar el Paso del Noroeste. Aunque te desconocen. Te dejaron en pause, congelado en el instante previo a coger el autobús, suspendido en una imagen que te pertenece pero que ya no te describe, al menos del todo. Tres años dan para algunas alegrías y tristezas, para unos cuantos descubrimientos, para haber explorado otros mundos que siempre se negaron a ser tuyos, a tratarte como un igual, a abrazar como Madrid abraza a los que son de otra parte.
Duele el que todo eso sea un paréntesis ineludible para los que se quedaron. Porque parece que tu pasado reciente no ha existido, ha sido un sueño, una fantasmagoría. Mientras que cruzaba Desengaño, Valverde, Pez, me he debatido entre los recuerdos de lo que acababa de dejar atrás y los que dejé atrás hace tiempo. Los mapas superpuestos confunden porque te hacen dudar no de los trazados, sino de quien los recorre. Y si hay algo peor para el caminante que no saber a dónde se dirige es no saber quién es.
Ella, a la que escucho por primera vez hablando por teléfono, profesional, tajante, con un acento leve de no se sabe dónde, me toma las distancias, la medidas, porque tampoco sabe quién soy: si el tío ese que da voces en las redes, el que junta palabras en las revistas o el que le cuenta historias sobre Bryon Gysin. Al poco, en una mesa en el Harvey’s le cuento que yo vivía aquí. Y sigo viviendo. La prueba es que se queda y pide otra, mientras que yo espero, paciente, que aquello que fue nuestro se marche para siempre.