Varios días sin noticia de nuevas muertes, son necesarios al menos diez muertos palestinos en una sola jornada para ser noticia, y se diría que ya no pasa nada Gaza. Todo incita a pasar página y olvidarnos del horror de las últimas matanzas. Pero cómo olvidar el rostro sonriente y tan bello que cuesta admitir que ya no existe, de la joven enfermera Razan Al Najar o la imagen casi surrealista de Fadi Abu Salah, las dos piernas amputadas por las bombas de la operación Plomo Fundido, en su silla de ruedas, haciendo ondear la piedra minutos antes de que el disparo del soldado israelí le alcanzase directamente en la cabeza. Cómo olvidar los rostros y los nombres de los 140 muertos y los más de 12.000 heridos que viernes a viernes han ido cayendo, abatidos, uno a uno, a campo abierto, simples objetivos en el visor del tirador de élite que se toma su tiempo, apunta y decide: al de la silla de ruedas, en la cabeza, a la joven enfermera que se inclina para atender al herido, en el pecho, al periodista con sus cámaras y su chaleco de prensa, en el cuello, al niño que brinca y corretea, en las rodillas y así no podrá volver a correr…
Los muertos de la última matanza están ya enterrados y los heridos, la mayoría amputados y tullidos para siempre, aceptarán su recién estrenada invalidez con el estoicismo de quienes han aprendido a aguantar la atrocidad cotidiana de la ocupación y el bloqueo, sin rendirse, sin renunciar a su reclamación de justicia, su tenaz memoria, su derecho a existir en su tierra, la tierra de Palestina. Los ecos de la última matanza, como los de las anteriores, Margen protector en 2014, Pilar defensivo en 2012, Plomo Fundido en 2009, Invierno caliente en 2008, Lluvia de verano en 2006, Días de Penitencia en 2004… se apagan demasiado pronto.
Gaza es un gran campo de concentración que periódicamente se convierte en campo de exterminio. Ante los ojos del mundo. Sin que pase nada.
Cerca de dos millones de personas encerradas en una franja de territorio de 10 kilómetros de ancho por 40 de largo, 365 km cuadrados de superficie. Gaza ostenta el récord de mayor densidad demográfica del mundo, también el de un altísimo nivel de paro, en torno al 40%, más de dos tercios de su población vive por debajo del umbral de la pobreza y precisa de la ayuda que la UNRWA, Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos, les suministra para subsistir. (La UNRWA, por cierto, está en el punto de mira de la Administración Trump, que ha recortado en un 40% la aportación de EEUU a la agencia).
Hace doce años, Dev Weiglass, asesor del entonces primer ministro israelí Ariel Sharon, anunciaba el inicio del bloqueo contra Gaza con el cinismo propio de quien se sabe impune: “No los mataremos de hambre, dijo, pero los vamos a someter a una dieta tan estricta que los dejará muy delgaditos…” Doce años de bloqueo total, por tierra, mar y aire que ha impedido, entre otras cosas, la entrada del material de construcción imprescindible para la reconstrucción de las viviendas e instalaciones destruidas en los periódicos bombardeos masivos sobre la Franja; o que los heridos de la última matanza, con heridas atroces consecuencia de los proyectiles de fragmentación empleados por el ejército israelí, puedan salir para ser atendidos en los hospitales de Ramala ya que los de Gaza están desbordados, faltos de material y sus médicos y el personal sanitario al borde de la extenuación. Doce años de bloqueo que han llevado a la ruina a miles de familias y han acabado con toda posibilidad de desarrollo económico de la Franja, los cultivos de frutas y flores que eran la base de un modesto pero productivo comercio exterior están liquidados, la pesca, otro de los pilares de la economía familiar, se ha convertido en actividad de alto riesgo, los buques de la armada israelí disparan contra los barquitos que intentan llegar hasta los caladeros tradicionales , más allá de las tres millas náuticas que el bloqueo israelí permite.
Gaza es una gran cárcel a cielo abierto en la que cerca de dos millones de personas están condenadas a una lenta agonía.
Pero no siempre fue así. Gaza no siempre fue un escenario de devastación y pobreza. En la primera mitad del siglo XX era el lugar escogido por muchas familias de la burguesía palestina para pasar las vacaciones. Con sus magnificas playas, su clima cálido y su cercanía con Egipto, Gaza era un lugar atractivo para vivir. Hasta 1948, cuando las milicias armadas del movimiento sionista, ejército israelí a partir de la creación del Estado, llevaron a cabo la gran operación de limpieza étnica en la que cerca de un millón de palestinos fueron expulsados de su tierra. Fue hace setenta años y los árabes lo denominan Al Nakba, la catástrofe. Al territorio de Gaza llegaron entonces decenas de miles de desplazados, sobre todo de la región de Yafa y de Bersheva. El primer campo de refugiados se estableció en una de las playas de Gaza. Y setenta años después, ahí sigue.
Más del 70% de la población actual de la Franja son refugiados del 48 y sus descendientes. Muchos de ellos son los que cada viernes acuden con cánticos y banderas hasta las cercanías de la zona limítrofe con Israel. Y muchos de ellos son los que han caído y siguen cayendo, abatidos por los disparos de tiradores de élite apostados al otro lado de la inaccesible barrera de separación. En realidad, los miles de manifestantes de estas Marchas del Retorno, nunca han pretendido cruzar esa infranqueable barrera sino gritar al mundo “aquí estamos, somos los hijos y los nietos de los expulsados hace setenta años”. Y romper el silencio cómplice que los condena al olvido.
Contra ese silencio cómplice, contra ese olvido que mata porque consiente y perpetúa el crimen, navegan desde hace unas semanas unos barquitos tan modestos y audaces como los de los pescadores de Gaza: el Al Awda -que en árabe quiere decir El Retorno- y el velero Freedom partieron el pasado 30 de abril del puerto noruego de Bergen, y después se les unieron en Gotemburgo (Suecia), el Maired y el Falastine. Desde los fríos del Norte hasta las cálidas aguas del Mediterráneo oriental. Rumbo a Gaza. A bordo una tripulación y un pasaje variado, gentes de países diferentes y con situaciones personales diversas, europarlamentarios, activistas en defensa de los derechos humanos, una mujer Premio Nacional de dramaturgia, una mujer judía-israelí afincada en España…
En tierra, otra tripulación que organiza, difunde, cuida de quienes navegan y trata de que su viaje solidario no sea también condenado al silencio. Nadie se engaña, lo más probable es que los cuatro barquitos no consigan arribar a la costa de Gaza, que la armada israelí los intercepte en aguas internacionales y como en ocasiones anteriores los fuerce a cambiar el rumbo; en el recuerdo está aquella otra Flotilla de la Libertad que en 2010 sufrió el asalto de la Marina israelí que disparó a matar y mató a diez ciudadanos turcos desarmados en el abordaje al barco Mavi Mármara. Al año siguiente otra flotilla volvió a intentarlo, y al otro y al otro…
Cuatro barquitos navegan ya en aguas del Mediterráneo rumbo a Gaza. Su travesía es un aldabonazo en las conciencias del mundo. Un llamamiento a las personas decentes porque es cuestión de decencia alzar la voz para denunciar el crimen y es indecente el silencio que lo ampara. No importa si no llegan a su destino, lo que importa es que han emprendido el viaje…Y Gaza espera.