Me asusta la palabra “raza”. Me produce una incomodidad inmensa, que además viene confirmada por la biología, que no observa diferencias genéticas sustanciales entre un esquimal y un bantú. Por ello, los discursos sobre la raza son acientíficos, prejuiciosos y, por decirlo claramente, estúpidos.
Con todo, expresan casi invariablemente un temor a que una cultura o un autogobierno desaparezca. En los muchos lugares donde se ha escuchado o se escucha con especial pasión la palabra “patria”, sea por motivos políticos o incluso futbolísticos, lo que se esconde es el miedo, la cobardía en el fondo por no ser capaces de vivir sin ese acto de reafirmación. Casi todos los patriotismos tienen un enemigo claramente identificable, y es el pavor ante el mismo el que inflama los ánimos. En el fondo sucede también con cualquier persona soberbia o egoísta; adopta una actitud defensiva porque teme ser aniquilada, normalmente de modo irracional. Por eso el patriotismo encuentra su lugar natural en tiempo de guerra, cuando es especialmente valorado, y por eso los racistas desean la guerra: es el único hábitat de muerte –valga la paradoja– en el que son claramente apreciados.
Uno no puede esperar, aunque sea muy positivo, que la gente deje espontáneamente de ser patriota, porque el temor, como cualquier otra pasión, no suele ser racional, sino que simplemente se siente. Es por ello por lo que la única vía de solución es luchar contra la causa del miedo, es decir, contra lo que el temeroso percibe como una amenaza. De ese modo se confronta a la persona aterrada con el causante –voluntario o involuntario– de su miedo. Y si ese causante se comporta debidamente y unos y otros ven a cada lado simples personas como ellos, el peligro se desactiva. Para eso ha servido la Unión Europea y sus muchísimas políticas de todo signo enfocadas a que los europeos nos conociéramos y comprobáramos que detrás de eventuales dirigentes fanáticos solamente hay personas con las mismas necesidades que nosotros, y que sobre todo desean vivir en paz.
Quim Torra ha sido recibido con estupor por la prensa de buena parte del mundo. Al margen de su pasado literario, que no tiene por qué traducirse en hechos, lo que produce asombro es que no ha sido elegido por acuerdo de consenso entre las fuerzas políticas en torno a una persona y sus cualidades, sino que dichas fuerzas simplemente han sido capaces de ponerse de acuerdo en conferir un omnímodo dedazo a una sola persona que en el siglo XXI ha promovido el culto al líder, con el aplauso o inacción de casi todos. Pero volviendo al tema literario, no es la primera vez que en un partido político se habla de patria o asuntos similares a la raza, o se coquetea con estos conceptos o se confía en una especie de patriarca para ungir a un nuevo líder, y cuando ha ocurrido deberían haberse criticado tales acciones con la misma determinación que ahora se detecta en la prensa. Pero ese vergonzante silencio del pasado no justifica que ahora debamos callar. Todo lo contrario. Y no deberemos callar nunca más, en ninguna ocasión en que semejantes actuaciones vuelvan a ocurrir.
Pero volvamos al miedo. Detrás de cualquier persona que siente muy fervorosamente una entelequia como la “patria”, simplemente está el temor. Una primera táctica para desactivarlo, como decía, es enseñarle que la causa del temor no existe. Pues bien, muchos catalanes sienten temor a que su lengua propia, minoritaria en el mundo, se pierda, y habiendo observado que –habitualmente– las lenguas con Estado no se pierden, desean tener un país. Y si a eso se le suma que no pocos catalanes perciben su autogobierno como la reparación de una usurpación histórica, la voluntad de ser independientes se entiende a la perfección. Además, la extensa y muy bien documentada historia de negación del autogobierno y cuestionamiento o incluso de ataque directo a la lengua catalana no ayuda a tener una percepción distinta.
Los españoles, por su parte, provienen históricamente de un vastísimo imperio actualmente reducido a su casi mínima expresión. La historia de pérdidas territoriales es amplia y hasta reciente, y fue percibida en algunos momentos álgidos –1898– como una severa puñalada en lo más sensible. Por otra parte, en el siglo XIX existieron hasta tres guerras en las que, aunque con otras razones de fondo, se trataron de recuperar las antiguas leyes e instituciones propias de cada territorio –Cataluña, País Vasco y Navarra sobre todo–, y hasta se conoció puntualmente un no despreciable movimiento comunal. De ahí que la “unidad de España” se conciba como algo constantemente amenazado y se intente preservar por encima de todo, siendo percibida la existencia de otras lenguas diferentes de la española como un ataque a esa unidad política que se vive tan intensamente.
Si se pretende mantener la unión del territorio sin más costes emocionales, ambas partes deben conocerse y reconocerse, no negarse, ignorarse o despreciarse. Las lenguas habladas en España no deben ser tratadas con odio o displicencia por parte de nadie, sino que deben ser reconocidas a todo nivel. No deben tolerarse discursos xenófobos, vengan de donde vengan. Y quien los hizo en el pasado –y no son pocos–, debería retirarse de la primera línea política, o decir públicamente lo contrario a la primera ocasión, con vocación pedagógica.
Y, por último, debe afrontarse una desjudicialización de la política pensando en una amnistía completa, o al menos, como gesto, proceder de inmediato a una muy sustancial rebaja de las incomprensibles acusaciones de rebelión –o sedición– por parte de la Fiscalía, previo compromiso firme de cumplimiento del ordenamiento jurídico y de reafirmación del autogobierno en las comunidades en las que una parte realmente sustancial de la población, guste o no, claramente no se identifica con el gobierno central. Es preciso darle una salida a ese sentimiento, puesto que ignorarlo esperando que desaparezca solo sirve a su crecimiento o al menos a su sustancial mantenimiento.
Todo lo anterior requiere valentía, y un compromiso por parte de todos de alejar la cuestión territorial del argumentario electoral. Es una irresponsabilidad mantenerla como prioritaria, o incluso como único reclamo para los votantes en detrimento de las políticas económicas y sociales. No necesitamos más patrioterismo de unos y otros. Necesitamos desactivar los miedos. Y finalmente vivir en paz. De seguir pensando los diferentes actores que pueden ganar esta batalla, o simplemente las próximas elecciones, caeremos por el abismo, aunque a todos nos parezca increíble haber acabado allí una vez se haya tocado el fondo. Quiera la historia que no suceda.
* Jordi Nieva Fenoll es catedrático de Derecho Procesal. Universitat de Barcelona.