La comprobación de datos no funciona para detener la extensión de las mentiras políticas. Nunca lo ha hecho. Es una tarea inútil y poco agradecida. Es una tarea sisificante. No es que la verdad de los datos palidezca ante la Verdad inmutable, como suelen contar los religiosos de altares o banderas, sino que la información no puede hacer nada frente a una buena historia. Es una frase de El hombre que mató a Liberty Valance, que Eduard Punset desarrolló en varios programas de Redes, y que nunca se ha explicado mejor que en Inside Out.
En
el viaje que Alegría y Tristeza hacen por el cerebro vemos unas estanterías
llenas de bolas grises que periódicamente se vacían. Esa es la información.
Ouagadugu es la capital de Burkina Faso, que antes se llamaba Alto Volta; Iriondo,
Venancio, Zarra, Panizo y Gainza; los niveles de delincuencia en España
descendieron durante los años en los que aumentó exponencialmente la población
extranjera en España. En el centro de control, Alegría y Tristeza viven con las
otras emociones y se encargan de recibir y cuidar unas bolas con pequeñas
escenas que ellos colorean para transformarlas en los recuerdos fundamentales
que sustentan la personalidad: la canción que bailabas con tu mejor amiga en el
patio; el triple de Herreros en Vitoria o cuando un tipo que no conocías se
sentó a tu lado en el autobús nocturno.
Bolas grises en estanterías frente a bolas de colores en el centro de control. Es una lucha desigual, algo que el marketing sabe desde hace tiempo. Y también, la política. Todo el material que nos llega es basura reciclada. La mayoría de argumentos que la ultraderecha pone sobre la mesa ya se usaron en Estados Unidos en los 70 y 80. Y funcionaron. Es una lluvia fina que se dirige a las bolas de colores. Activa emociones. La principal, el miedo. ¿Qué pide el miedo? ¿Datos sobre inseguridad ciudadana? No. El miedo pide protección: familia, policía, castigo, muro, alarma, etc.
En el discurso republicano, el papel del inmigrante que se queda con la vivienda pública, colapsa los servicios médicos y se queda con todas las ayudas sociales para comprarse televisores era representado por la madre soltera negra, una mujer joven y despreocupada que no se responsabilizaba de su vida porque sabía que papá Estado iba a cuidar de ella incondicionalmente, despreciando a los buenos americanos, la mayoría silenciosa, concepto introducido en los 60 por Richard Nixon y que, en los 80, se transformó en la mayoría moral. La realidad era otra, pero el mensaje cumplió su objetivo: buscar un enemigo concreto y conocido a la persona cabreada por la crisis del petróleo.
Esa madre soltera negra tenía hijos que, por su despreocupación, a pesar de llevarse todas las ayudas escolares, se metían en bandas que atemorizaban las calles. Robaban, violaban y mataban despreocupadamente porque la ley y la burocracia, el sistema democrático, en definitiva, estaban de su lado. Salían igual que entraban. Eso, aunque no era cierto, sí se mostraba. Las películas de justicieros, Bronson, Norris y Eastwood, ofrecían esa idea. Era necesario un héroe solitario que se enfrentase no solo a esos jóvenes incontrolados, sino a ese Estado débil, comprensivo y dialogante, producto de la laxitud demócrata, el buenismo, la contracultura y el libertinaje. Desde hace unos años, las series de policías ya no se centran tanto en descubrir al culpable, sino en buscar las pruebas para que los jueces no lo dejen libre.
El libro Punishment in Popular Culture, una antología editado por la Universidad de Nueva York, recoge esta idea y va un paso más allá al señalar que, detrás de estos personajes, estaba el deseo de cauterizar la herida de la guerra de Vietnam: perdimos por las leyes, por el movimiento pacifista, por la desconfianza de los soldados, por la escasa implicación de los ciudadanos. Según la tesis del libro, la posterior hipermasculinización y militarización del cine respondía a la proyección del hombre que queremos ser y el que debíamos haber sido para ganar aquella maldita guerra. Perdimos porque éramos débiles.
El
libro también sostiene cómo esa imagen de laxitud fue la base ideológica del
punitivismo posterior que, evidentemente, fomentó aún más la desigualdad y la
marginación. Si las faltas pasan a delitos o si los leves pasan a graves o si
existen tasas de acceso a la justicia, el efecto suele ser sacar de la sociedad
a esas personas. Sobre todo, si no hay estructuras de integración posterior o
recursos de rehabilitación en las cárceles que, según ese discurso, son poco
menos que hoteles.
La exclusión suele producirse antes porque el punitivismo también se traslada a la legislación social, que deja de ser inclusiva y se convierte en disciplinante: la necesidad de estar limpio para no quedarse fuera. Es decir, el estado del bienestar deja de ser un sistema cohesionador e integrador para convertirse en una serie de recursos por los que diversos colectivos, o incluso los individuos, tienen que luchar horizontalmente. La ultraderecha no lo tiene difícil porque esta idea ya lleva décadas circulando. Aznar y Aguirre también importaron material usado.
No sirve de nada, por ejemplo, recordar los beneficios económicos y culturales de las migraciones. Las bolas negras no pueden con las bolas de colores. Si los informativos están durante décadas llenando sus programas con sucesos e inmigración es casi imposible desligar estos conceptos porque las neuronas que se activan juntas se conectan (en inglés suena mejor: neurons that fire together, wire together). No se pueden combatir emociones como el miedo provocado por los sucesos o la ira de las víctimas con bolitas negras de información sobre los niveles de delincuencia. Un testimonio puede con un porcentaje. Es matar cañonazos con moscas.
Sobre
todo, cuando el miedo ya inunda casi todos los espacios de la vida porque no
hay nada fijo, nada seguro. El futuro, si es que tal cosa existe, nos manda
mensajes cada día diciendo que no somos necesarios. La ficción en la que se
sustentaba nuestra sociedad, el progreso, el bienestar, el ascensor social, se
está disolviendo y, cuando el relato colectivo no funciona aparecen el miedo y
la ira. Ante la desesperanza, tener claro el grupo al que uno pertenece y a
quién debe echar la culpa es una inyección de adrenalina. El odio horizontal
descarga la rabia que, hacia arriba, se vuelve indeterminada. Arriba, donde nos
dice que está la gente que se lo merece. Arriba, donde está la gente que lanza
esos discursos.
Por eso, sin prescindir de las bolas negras, necesitamos bolas de colores. Necesitamos ficciones que desarticulen esas conexiones espontáneas, que nos hagan sentir parte de otros grupos, que nos expliquen quiénes somos y el mundo en el que vivimos, que no es el infierno en el que patrullaba Charles Bronson, donde bandas organizadas robaban y violaban todos los días a cualquiera que pasara por la calle. Necesitamos menos ficciones introspectivas y más realidad. En los doce años que llevamos de crisis, apenas hay una decena de libros y películas que reflejen el tema, algo que ha cambiado todas nuestras vidas. La próxima crisis llegará sin que nos hayamos narrado esta.
Necesitamos
bolas de colores para vernos ahí dentro porque la mayor capacidad de las
narraciones es crear comunidad, situarnos en el lugar del otro. Perdón por mi
ignorancia, pero la única patera que he visto en una pantalla ha sido en Years & years. Perdón de nuevo por
mi ignorancia, pero creo que hubo más películas sobre inmigración en los
noventa (Bwana, Flores de otro mundo, Las
cartas de Alou). Necesitamos ver a
todas esas personas en pantalla para darnos cuenta de que no hay nada más
cobarde que poner en la diana a gente que no tiene nada, que está sola. Y que
podemos ser nosotros cualquier día. En cuanto manden ellos.