Ocurrió hace 20 años, lo reconozco. Me gasté todos mis ahorros en unas zapatillas de deporte. 16.000 pesetas (96 euros). Y encima eran unas zapatillas ‘surferitas’, como corresponde a mi condición de pijoprogre. Lo hice porque había suspendido un examen de Historia en COU. Fue un suspenso injusto, así me lo pareció a mí, y decidí premiarme por suspender. Misterios de la psique, de los impulsos del consumo, de la economía de los placeres. Decía José Luis Sampedro que el sufijo ‘-ismo’ estropea las cosas. ¿Hay alguna diferencia entre consumir y caer en el ‘consumismo’?
El pasado 2 de noviembre se cumplieron 38 años del asesinato de Pasolini. Y Pasolini fue uno de los grandes críticos del consumismo, fue quien lo desenmascaró como lo que es: una ideología. “Hay una ideología real e inconsciente que unifica a todos, y que es la ideología del consumo. Uno toma una posición ideológica fascista, otro adopta una posición ideológica antifascista, pero ambos, antes de sus ideologías, tienen un terreno común que es la ideología del consumismo. El consumismo es lo que considero el verdadero y el nuevo fascismo”. (Citado por Luis Racionero en Filosofías del underground, Anagrama, 1977). Como dijo nuestro llorado Manuel Fernández-Cuesta en uno de las valiosísimas semblanzas que escribió en el blog ‘Zona Crítica’ de ElDiario.es, Pasolini sigue siendo “un referente ético del pensamiento subversivo y transformador, un referente de la acción colectiva”.
Dejémonos por un momento de izquierdas o derechas. La ideología del consumo opera como cualquier auténtica ideología en sentido marxista, sirve para legitimar y perpetuar el control social ejercido por las clases dominantes. La potencia de la ideología del consumismo radica en que forma parte de un engranaje psicológico que se inocula en nuestra subjetividad y se adapta como lo hace un virus a los mecanismos de la célula a la que infectan.
Hemos dicho ‘subjetividad’ y hay que explicarlo. Occidente no es sólo la patria del sujeto, sino sobre todo del sujeto escindido, descentrado, fuera de sí. Nos sentimos originalmente incompletos, como si nos faltara algo, como queriendo regresar (o alcanzar) una plenitud perdida (que cada cual escoja la que prefiera: paraíso terrenal, seno materno, autoconocimiento, identidad nacional, sociedad sin clases…). Buena parte de nuestro comportamiento se explica por esa insatisfacción, por el deseo de recorrer esa distancia entre lo que somos y lo que queremos ser, aquello a lo que aspiramos, por eso los publicistas y los expertos de márketing se llenan la boca con el concepto de publicidad ‘aspiracional’.
Todo esta teoría del sujeto escindido hunde sus raíces en la filosofía occidental y la civilización judeocristiana (desde el Libro del Génesis, en la Biblia, pasando por el diálogo platónico Parménides hasta la teoría psicoanalítica de Lacan, la Economía libidinal de Lyotard, El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari y la verborragia de Slavoj Žižek en Visión de paralaje). De hecho, tener en mente esta noción del sujeto descentrado, insatisfecho, es una excelente guía de lectura para la historia del arte, la política y la filosofía occidentales. Y no digamos ya si del sujeto individual pasamos al sujeto colectivo. Ahí tenemos el surgimiento de los nacionalismos, los totalitarismos (y todas esas utopías que esos artificios llamados ‘pueblos’ compran con el vano objetivo de autocompletarse) o el mismo funcionamiento de las democracias liberales y la elección de candidatos (como quien elige un producto en un supermercado). Pero ésa es otra historia.
Volvamos al individuo. Ante él, ante nosotros, el consumismo se presenta como la solución que nos permite recorrer la distancia, cerrar la escisión original del sujeto. Lamentablemente es una solución ilusoria, porque nunca se cumple. Somos una especie de Sísifos acompañados de un personal shopper: Compramos y no nos sentimos realizados. Y entonces compramos más. Y tampoco.
Intentamos construir nuestra identidad, alcanzar la plenitud, a fuerza de adquirir objetos. Transferimos a los productos de consumo el poder mágico de completarnos, es una forma de fetichismo como otra cualquiera. Y la adquisición nos calma, nos seda. Durante un tiempo. Cuando pasa el efecto del chute consumista volvemos a sentirnos incompletos, necesitados, insatisfechos. Es ésta y no otra la base sobre la que funciona la enorme maquinaria del consumo.
La única forma de no hacer el juego a la ideología del consumo, de poner un palo en esa rueda, es no caer en el consumismo. Identificar necesidades inútiles, falsas. Adquirir sólo lo que necesitamos para vivir, no más. Recurrir a modelos cooperativos de trueque, autoproducción y autoconsumo. Reparar, reutilizar, compartir.
Para romper ese círculo vicioso hay que tener la formación suficiente para saber que la plenitud (la identidad de lo que somos con lo que queremos ser), no está al alcance de cualquiera y que, en todo caso, aquello que sentimos que nos falta no se encuentra en ningún objeto ni en ninguna persona (porque ojo, también tratamos a las personas como objetos de consumo cuando las cosificamos, cuando las utilizamos como un medio). Ese algo que nos falta y nos completaría se halla en el lugar muy concreto: aquel lugar en el que estábamos antes de ser nacidos.
Y por cierto, todavía conservo aquellas zapatillas de deporte. No me las pongo demasiado y el pie no me ha crecido en 20 años.