En los últimos años, se han llenado páginas y páginas de periódicos y horas y horas de radio y televisión –e incluso banquillos de la Audiencia Nacional– con el debate sobre los límites del humor. Curiosamente, ese debate sobre los límites de la comedia nunca se aplica a otros límites, como los del horror.
Porque el horror sí que tiene límites, como se ha demostrado con lo visto y oído esta semana en la moción de censura, o más bien autopromoción de censura, de Vox.
Han tenido que subir unos ultraderechistas a la tribuna del Congreso de los Diputados para intentar provocar la caída del Gobierno, esta vez sin tricornio ni pistola, pero con el mismo discurso anti democrático de 1981, para que muchos hayan empezado a asimilar la magnitud de la tragedia, del horror.
Hemos invitado a los nostálgicos de la dictadura a entrar en la casa de la soberanía popular, y todos los que hemos visto películas de terror sabemos que los vampiros sólo pueden entrar en una casa si se les invita, y una vez dentro, al oler la sangre, su naturaleza hará el resto. Pero conseguir esta imperfecta democracia ha costado demasiada sangre, demasiada gente se ha jugado el cuello para ofrecérselo ahora sin más, a estos chupópteros profesionales.
Aunque no lo parezca, es una buena noticia que el horror de esta apología, en sede parlamentaria, de la xenofobia, del machismo, de la homofobia, de la intolerancia y del franquismo rancio de palillo, carajillo y barra de bar, aún nos ponga los pelos de punta.
Igual esta reivindicación pública e impúdica, con luz y taquígrafos, del régimen del 36, con esa virulencia y sin complejos, por fin provoque la caída de otro régimen, el régimen centralista y bipartidista del 78, y consiga cerrar de una vez y de un portazo, con un no rotundo, esta transición postfranquista que ha permanecido abierta hasta ahora.
Por ahora, lo que ya ha provocado es una rotura, una brecha en las derechas. Esta brecha, por ahora sólo discursiva, entre las derechas nacionalistas y la ultraderecha españolista, entre populistas y populares –Aznar mediante–, nos demuestra que la derecha democrática en nuestro país, como Teruel, existe.
La foto del trifachito de Colón está empezando a parecerse a esas fotos que suben los separados a Tinder cortando a sus ex parejas, eliminando lo que no quieren que se vea, lo que amaron en su momento, pero que ahora les sobra para poder encontrar nuevos amantes.
Algunos en la derecha por fin se han dado cuenta, o han hecho cuentas, de la verdadera realidad de nuestro país. No hay que tener un master no presencial en Oxford, Aravaca, para darse cuenta de que no se puede llegar al gobierno sólo con los votos de unos millones de intolerantes; son demasiados, pero insuficientes. Para gobernar este país se necesitan los votos de muchos millones de tolerantes.
Afortunadamente no hay tantos votantes de ultraderecha, extremistas o abducidos por las teorías ikerjimenianas sobre el virus creado en China, el peligro del 5G o la conspiración bolivariana batasuna para poder gobernar con ellos España, aunque lamentablemente sí se puedan gobernar algunas Comunidades Autónomas en compañía de colaboracionistas.
Esta semana hemos puesto la televisión y los hemos visto en todo su esplendor, en todo su horror. Sólo nos ha faltado, como en la película Poltergeist, que la niña angelical vuelva hacia nosotros la cabeza, nos mire y diga esas tres palabras escalofriantes que resumen el terror de lo que ya tenemos delante: “Ya están aquí”.
Esperemos que muchos periodistas, tertulianos y políticos, que les han dado alas a estos Ícaros para que pudieran volar tan alto, ahora que han caído por estar demasiado cara al sol, recapaciten.
Esperemos también que muchos votantes desencantados que siguieron a ciegas a estos iluminados, vean la luz; vean que no son la solución, que en realidad son parte del problema.
Esperemos, en fin, que todos los que han cerrado los ojos frente al auge de la extrema derecha ahora los abran, que despierten y se den cuenta, antes de que sea demasiado tarde, de que el sueño de la sinrazón produce monstruos, de que el horror sí tiene límites.