Era una noche invernal cualquiera de la era pre-Covid en un bar de Philadelphia. Tras la segunda cerveza, como de costumbre, sentí unas ganas desmedidas de fumar que me empujaron a la calle a pesar del frío punzante tan común en estas latitudes. Al cabo de dos o tres caladas, satisfecho el pico del mono, escuché unos pasos y vi cómo un hombre se me acercaba descaradamente: «¿De dónde eres?«, preguntó. Mi indiferencia no fue capaz de ocultar una inquietud que terminó por responderle: adivínalo tú, ante lo cual me miró con desprecio, para acabar espetando: “Mejor no te lo digo, no vaya a ser que te ofendas”.
Habré contado por miles las agresiones que me profesa buena parte de los estadounidenses con que interactúo. El bar, un ejemplo espontáneo, no revela más que la punta de un iceberg cuya masa oculta es voluminosa y afecta a todos los vericuetos de la vida: el aula dentro de la cual mis conocimientos pierden legitimidad precedidos por mi acento, o la facultad donde hace tiempo se decidió que mi sueldo fuese bastante menor que el de mis compañeros autóctonos, por el mismo trabajo, por más formación académica –refutación clara de la meritocracia yanqui–.
La culpa quizá haya sido mía –pienso a menudo–, por moverme en unos ambientes donde soy la única inmigrante y la diferencia, claro, se nota más, pero obviamente eso disfraza el problema estructural que representa el racismo, ubicuo en cada aspecto de la sociedad americana. Cuando, hace unos días, un estudio del New York Times clasificaba a varios miembros de la élite nacional descendientes de españoles y portugueses como “no blancos” no me sorprendió en absoluto. Por supuesto que no, pero con matices.
Lo español en Estados Unidos es una suerte de etiqueta desteñida en la que se confunden habitualmente rasgos físicos, origen geográfico, lengua y tradiciones culturales para formar una amalgama deforme cargada de connotaciones negativas. Si bien otros grupos racializados hace décadas –como los italianos– han gozado de una trayectoria que les ha permitido, con el tiempo, asimilarse a lo blanco, lo “hispano”, confundido con lo “latino” o los confines de la Península Ibérica, es reciente en las entendederas gringas, que lo mismo asocian estos términos con los 10 millones de indocumentados que aquí viven, con el discurso que los criminaliza, las quesadillas, el flamenco o el 5 de mayo.
Destacando el exotismo, el folclore, incluso el sector biempensante de este país, olvida particularidades históricas para centrarse en una cultura que solo valoran si puede ser rápidamente canibalizada. Así, Joe Biden comenzó su perorata homenaje al Mes de la Herencia Hispana –celebración de por sí problemática– poniendo Despacito en su móvil. El hit de hace un par de veranos en manos del candidato demócrata resume bien la mirada extranjerizante y racista de un país donde, a pesar de sus 50 millones de hispanohablantes, es casi imposible encontrar un libro en español.
Estoy a propósito vinculando racismo y xenofobia pues suelen ir de la mano. No es casual que Trump haya cuestionado en numerosas ocasiones la nacionalidad de Obama, o que a Alexandria Ocasio-Cortez le hayan dicho varias veces que regrese a su país. Ambos, nacidos en Estados Unidos, evocan con sus particularidades fenotípicas un ostracismo implícito que también puede darse de manera laudatoria: la admiración por Eva Longoria como figura pública representante de lo latino, presentadora de la Convención Demócrata, esconde nueve generaciones de texanos, aunque muchos juzguen su presencia como ajena a estas fronteras.
En las gradaciones de la no pertenencia, sin embargo, se llevan la palma los negros, quienes, a pesar de los esfuerzos actuales por construir una conciencia pública sobre el cuatricentenario de la esclavitud, siguen llevando a cuestas la denominación de origen que marca el guion entre palabras: afro-americano. Pero el color, que desata más daño mientras más oscuro, no es único factor que interviene en la construcción social llamada raza. Volvamos a los españoles.
En el Badajoz de los noventa, yo destacaba entre una clase de niños más morenos por una piel considerada demasiado clara para ciertos estándares sureños. Aunque en España hemos aprendido a no ver las diferencias raciales que en la época de los Reyes Católicos podían condenar a alguien por hereje, quedan trazos regionales que, sin embargo, han sido opacados desde la colonización de América, cuando el Otro pasó a ser el indio o el negro a medida que se expulsaba a judíos y musulmanes. La mayor o menor blanquitud de los españoles –como toda configuración racial– responde a una historia previa de discriminación y muerte en la que intervienen, también, la superioridad económica y una hegemonía que, en el marco geopolítico mundial, pasó a ser secundaria. La misma piel que fue capaz de someter a indígenas en el Caribe podría ser denigrada en los Países Bajos, del mismo modo que en los Estados Unidos de América mi inferioridad racial es evidente pero, según patrones imperialistas de pensamiento, desaparecería en Somalia.
A la luz de los matices, y esbozado el mapa colonial, la miríada de factores que nos aclaran u oscurecen componen un juego contextual donde la complejidad está asegurada: en mi caso, aquí, el acento al hablar resta puntos, la educación los suma; el estilo directo y falto de eufemismos me equipara –dicen– a una jerga supuestamente negra, fumar baja cuatro clases sociales, que cantaba Calle 13, la hispanidad otras tantas, lo europeo suma; el nombre árabe denigra, el atuendo confunde según la ocasión. ¿Somos blancos los españoles? Depende, y unos más que otros.