Opinión
#UnAñoFeliz (15) | Tristeza y euforia en una feria del libro
"Por eso sigo yendo a las ferias del libro: seguro de que ocurrirá algo que me recuerde el nexo emocional e intelectual con gente de la que no sabemos nada".
Este artículo pertenece a la serie de José Ovejero #UnAñoFeliz, cada dos semanas en ‘La Marea‘.
Estás ahí sentado, en el interior de una caseta, acompañado de las libreras y los libreros que procuran hacerte agradables las dos horas que pasarás con ellos y que, incluso, buscan maneras de consolarte si no se acerca casi nadie a que le dediques un libro. Digamos la verdad: la mayoría de los escritores pasamos en la feria más tiempo de brazos cruzados que firmando libros. Aunque luego, en las redes sociales, aparezcamos en fotografías en las que se nos ve firmando sonrientes, y casi nadie muestre su imagen durante uno de esos muchos ratos en los que te limitas a aguardar, delante de un montón de libros pero también delante de un vacío revelador.
Porque buena parte del tiempo en una feria del libro consiste para un escritor en esperar. Ves a la gente pasear, mirarte de lejos, luego el cartel que anuncia quién eres y por qué estás allí, ves que comentan algo que no llegas a oír. Alguien hojea desganado tu última publicación, pensando en otra cosa. Te aburres un poco. Te preguntas de nuevo, como todos los años, si te merece la pena estar allí. Si no es, incluso, un poco humillante ese vacío, sobre todo si te toca firmar junto a un escritor o una escritora mucho más popular que tú (y sí, te consuelas diciendo que popularidad y calidad no tienen por qué ir de la mano, por supuesto), que no para de firmar y cuya cola acaba ocupando tu espacio despoblado.
Y algunos se acercan pero notas ya la postura de huida, los pies lejos de la caseta y solo el cuerpo inclinado de medio lado hacia los libros, procurando no mirarte a la cara, no sea que vayas a entablar conversación.
O los que sacan fotos desde lejos y me recuerdan a aquellas dos jóvenes que, antes de hacerme una fotografía, me preguntaron si era famoso (les dije que no y no me la hicieron).
Entonces se acerca una mujer empujando la silla de ruedas de su madre, una anciana de ojos vivaces, sin duda de más de ochenta años, que se incorpora y lee con atención la contra de varios de mis libros. Y al final acaricia uno y mira a su hija como pidiendo permiso. ¿Es ese el que quieres, mamá? ¿No prefieres este otro? Y la mujer niega con la cabeza, me sonríe, me tiende el que ha elegido.
Y luego llega un joven de aspecto metalero: larga melena negra, camiseta negra con una calavera, tatuajes. Examina todos y cada uno de mis libros. Escoge uno. Y yo, por curiosidad, le pregunto por qué precisamente ese. Me explica que me ha leído mucho, que es de Venezuela y mis libros dejaron de llegar. Ahora vive en Madrid. Que tal novela mía, dice con una timidez impropia de su atuendo, fue importante para él.
Y también está esa joven, rodeada de moteros que podrían pertenecer a los Ángeles del infierno, que coge sin dudar uno de mis libros y recuerda cuánto le impresionó otro mío que leyó hace años.
Y un hombre con su familia también inspecciona las cubiertas extendidas ante mí, se va, regresa más tarde, y compra un ejemplar tan solo porque me apellido igual que un amigo suyo, aunque me confiesa que no tiene ni idea de quién soy.
Y esa chica tan joven que se ruboriza cuando le pregunto si quiere que le dedique la novela que ha elegido.
Y esa otra joven que quiere regalar un libro mío a su padre porque le gustan mucho mis obras –a él; a ella no parecen interesarle demasiado–.
O esa mujer que toma un libro y me pregunta si es triste, porque está atravesando una mala etapa y no es lo que necesita ahora; y yo le digo que sí, que es triste, y que ya lo leerá más adelante, cuando esté mejor.
O esa mujer que ha venido de Canarias a la feria, y me compra un libro en la sesión de la mañana. Y por la tarde aparece de nuevo y compra otros dos, porque, al fin y al cabo, tiene que aprovechar la oportunidad.
Y esas dos mujeres que, después de inspeccionar todas mis obras, me piden permiso para fotografiar un par de ellas, porque les interesan mucho, pero ya han comprado dos ese día, así que lo dejan para otra ocasión.
No son infrecuentes esos momentos que no parecen una excusa para salir de la incomodidad de no querer tus libros, sino que expresan las estrecheces económicas de mucha gente que tiene que controlar el gasto, que no puede permitirse buena parte de los libros que querrían tener. Como quienes me preguntan si no va a a salir pronto una edición de bolsillo.
O las parejas que discuten delante de ti: ella lo quiere, él no; acaban yéndose un poco enfurruñados.
O alguien a quien trataste hace muchos años y de pronto te ha visto allí sentado; se lleva o no uno de tus libros pero usa la oportunidad para conversar sobre aquello que en algún momento os unió.
O gente que pasa de largo pero te dice que tal libro tuyo le gustó muchísimo.
Hay de todo en la feria. También gente muy pesada que preferirías que se largase pronto aunque no te compre nada.
Y por ese haber de todo sigo yendo a ferias del libro. A veces incómodo, a veces eufórico, a veces conmovido, a veces aburrido. Y siempre seguro de que, en algún momento, ocurrirá algo que me recuerde el nexo emocional e intelectual que nuestro trabajo teje con gente de la que no sabemos nada y de la que incluso podríamos pensar que nada nos une a ella.
Yo descubro, una y otra vez, que comprar un libro no es solo una actividad comercial en un marco capitalista –aunque también lo sea–, y que pedir una firma al autor no es únicamente un acto fetichista. En esos momentos, en algunos de esos momentos, se resume, de manera fugaz la intensidad de nuestras lecturas; cómo, a través de poemas o historias inventadas, conectamos con aquello que nos importa y nos construye. Y en la feria se revive ese chispazo que nos atraviesa a quienes escribimos y a quienes leemos.