Cuando le pedimos al taxista que nos acercara a La Cañada, nos preguntó si estábamos seguros. Cuando se lo confirmamos, nos adelantó que, como mucho, nos podría dejar en la entrada del barrio, pero no más allá. Nos pareció bien y así lo hizo. Al llegar allí nos encontramos con lo que todos nos habían dicho: un lugar depauperado, abandonado, sucio y, en apariencia, peligroso. En definitiva, un sitio al que los taxistas no quieren entrar.
Allí estábamos el coordinador de Periodismo de la Fundación Por Causa, José Antonio Bautista, y yo, en septiembre de 2018. La Cañada de Hidum es el barrio con peor fama de Melilla, donde nos encontrábamos para llevar a cabo una investigación sobre la corrupción de esta ciudad autónoma. Y si queríamos hablar de corrupción, teníamos que hablar de la compra de votos. Y si queríamos hablar de la compra de votos, teníamos que ir a La Cañada.
Pero la corrupción en torno al voto por correo, sin embargo, es una pieza más del puzzle que compone Melilla, una ciudad que por su carácter fronterizo ha sido escasamente fiscalizada bajo una premisa: mientras el Gobierno autonómico sea capaz de sostener la valla, lo demás no importa. En Melilla, la publicidad institucional del Ejecutivo local se utiliza de forma arbitraria para premiar a aquellos medios que no se salen de la línea oficial y para castigar a quienes dicen lo contrario; en Melilla, la avalancha de dinero público es tan potente, por su condición de ciudad autónoma y fronteriza, como indiscriminado es su uso y su falta de control.
En mitad de un parque, en una especie de antiguo quiosco, un grupo de hombres charlaba mientras degustaba un té. Al preguntarles por la compra de votos, la reacción fue natural; la de quien vive un hecho como ese cada cuatro años. En Beirut Este o La Cañada de la Muerte, como también se conoce al barrio, el pago por el voto por correo lleva produciéndose desde hace muchos años, aunque ahora el escándalo se haya tornado noticia nacional. Ya ha habido condenas para representantes de Coalición por Melilla y el PSOE; el PP también se ha visto envuelto en anteriores tramas, tal y como lo demuestran las pruebas periodísticas, aunque los juzgados hayan exonerado al partido y a sus miembros.
En la entrada de La Cañada, un grupo de hombres lo reconocía abiertamente. Cifraban el precio en unos 50 euros: “Melilla es chica, nos conocemos todos; van a los puntos de droga y buscan a chavales desesperados, te lo digo por experiencia propia”. Uno de ellos, en apariencia el más joven, explicó haber vendido su derecho a voto por 20 euros, menos que la mayoría, pero necesitaba ese dinero para comprar heroína: “Te ven enmonado y te ofrecen menos”.
El ambiente es propicio para que esta fórmula funcione: un barrio abandonado institucionalmente, con tasas de paro, de marginación y de vulnerabilidad que alcanzan límites de vergüenza en un país económicamente desarrollado como España. Unos vecinos y vecinas que consideran que su derecho democrático no sirve para nada, porque, un gobierno tras otro, siguen igual de marginados. Por ello, 50 euros es lo mejor que creen que pueden sacar cada cuatro años.
El profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid Luis García Tojar relaciona estos casos de compra de votos con un problema central en las sociedades occidentales: el desencanto democrático y político. “Es algo que se ve en el aumento de la tasa de abstención o en la falta de ilusión de aquellos que sí votamos. Es aquí donde las clases pobres, de repente, se dan cuenta de que tienen un recurso al que no otorgan ningún valor en sus vidas y el cual pueden mercantilizar”, explica. Esto, asegura, da lugar a una especie de “estructura medieval o feudal” de la política.
En La Cañada de Hidum, en Melilla, el voto es percibido como un derecho inane que no sirve para cambiar nada en sus vidas. Cada cuatro años, las promesas de sus representantes públicos no se convierten en una transformación real de sus condiciones materiales o sociales; no alteran su cotidianeidad. De forma racional, esos 50 euros se han convertido en la única forma de extraer algo real de su derecho a la participación política. Para determinados partidos, los que se aprovechan de esta situación, las vidas de las miles de personas empobrecidas de Melilla no deben cambiar porque, cada cuatro años, encontrarán en ellas un activo que sirve a sus intereses electorales.
El problema del voto por correo
Las elecciones se han convertido en un terreno apto para las teorías de la conspiración, abonado por casos reales como los sucedidos, entre otros, en Melilla o en Mojácar (Almería), donde se ha detenido a siete personas por una presunta compra de votos, dos de ellos parte de la lista electoral municipal del PSOE. A pesar de ello, el profesor de Opinión Pública Antón Castromil sostiene que el sistema electoral español es garantista y “está al nivel del de los principales países democráticos”.
Este tipo de fraude, asegura el docente, es la versión moderna de otras estafas electorales históricas: “Antes los caciques ponían autobuses para llevar a sus trabajadores con los votos en la mano, o iban a los conventos a llevar a las monjitas a votar al partido conservador el mismo día de las elecciones”, explica.
Para votar por correo, es necesario solicitar el envío de las papeletas en una oficina de Correos. Para ello, hace falta presentar el DNI. Cuando los sobres llegan a casa del solicitante, también es necesario enseñar este documento personal al cartero, que entregará los votos solo a la persona que lo ha pedido. Sin embargo, para depositar las papeletas de nuevo en Correos, no es necesario enseñar el DNI. Y es este resquicio el que se habría usado en Melilla o en Mojácar para llevar a cabo el presunto fraude electoral.
Ante esto, el profesor Castromil considera que una reforma del voto por correo podría ayudar “no a erradicar, pero sí a hacer más complicada la compra de votos”. Así, propone la obligatoriedad de solicitar el documento nacional de identidad a la hora de entregar el voto, “al igual que se hace en las mesas electorales”, o incluir un posible voto electrónico a través del certificado digital; una opción que, como reconoce, tampoco eliminaría el fraude, pero sí podría minimizarlo.