Qué silencios recordarán, qué palabras quizá torpes o quizá violentas, qué empeños nuestros creerán que merecieron la pena, qué peleas de las que luchamos o ante las que retrocedimos.
Cuando digo «nosotros», me refiero a «nosotros, los hombres»; cuando digo «hijas», no uso la versión incluyente sino que me refiero estrictamente a las mujeres, y no porque deje de lado a los hijos, sino porque ellos siempre tuvieron la palabra en público y por escrito, y eso es algo que está cambiando, que ya ha cambiado; y como sueles escribir sobre los padres cuando ya son muy mayores, a veces cuando ya han muerto, me pregunto qué escribirán ellas, dentro de quince o veinte años, el cómo y el cuándo, el desde dónde, sobre mi generación.
Me hago esas preguntas tras terminar Soldados y padres. De guerra, memoria y poesía, un ensayo documentado, inteligente y sensible de José Jurado Morales (Fundación José Manuel Lara, 2021). En él habla de ocho hijos y una hija que escribieron sobre sus padres soldados; padres, todos hombres, que lucharon en la guerra civil, que la sobrevivieron, que regresaron, más o menos rotos, más o menos enteros, traumatizados. Jurado lee poemas y textos en los que esos nueve escritores se refieren a sus padres, indaga en la bibliografía existente -porque algunos de aquellos combatientes fueron lo bastante famosos como para que se publicasen libros o artículos sobre ellos-, habla con familiares, también con los propios escritores. Y así va reconstruyendo, no solo lo que hicieron en la guerra esos hombres, por qué decidieron unirse a los sublevados o a las fuerzas gubernamentales, si se arrepintieron o no, como reorganizaron su existencia y la de su familia al regresar, cómo encararon la vida que podrían haber perdido fácilmente.
También los vemos, y esa es una parte fundamental del libro, a través de la mirada de sus hijos, de su rechazo o de su admiración, una mirada y una actitud que dejaron plasmada por escrito. Joan Margarit, Julio Llamazares, Andrés Trapiello, Jane Durán, Jorge Urrutia, Jacobo Cortines, Miguel D’Ors, Pere Rovira, Antonio Jiménez Millán; los nueve escribieron poemas sobre sus padres y sobre su relación con la guerra; Jane Durán incluso un libro entero de poemas, algunos también novelas. El hecho de que recurrieran a la poesía parece indicar que buscaban un acercamiento desde la emoción, la propia y la del padre, que a menudo quedó inexpresada en la relación cotidiana. El poema habla con frecuencia de aquello de lo que no se puede hablar, dice lo indecible. Sirve para escarbar entre los hechos y los acontecimientos para encontrar al ser humano, su complejidad, sus fracturas. El poema puede ser la sala de un tribunal pero no puede hacerlo sin dejar de ser una forma de palpar texturas y apreciar latidos.
Los nueve poetas son ya gente mayor -un poco más que yo, pero no tanto-; pertenecen entonces a esa generación en la que en público sobre todo hablaban los hombres, en privado lo hacían las mujeres. Ellos pudieron ser, y algunos lo fueron, activos en los últimos años de la dictadura, pertenecen a la generación que hizo la Transición.
Los que llegamos algo más tarde no vivimos de adultos guerras ni dictaduras; somos ajenos a la tentación de la épica. Pero eso no significa que nuestros actos no hayan tenido consecuencias, también nuestras omisiones. Y por supuesto hemos oído ya en casa el juicio y los reproches de nuestros hijos adolescentes o jóvenes, porque la rebelión es una fase necesaria para convertirse en adulto; pero, como decía, la escritura suele llegar más tarde; el auténtico balance empieza solo alcanzada la madurez.
Las hijas de nuestra generación, esas mujeres que están en la treintena o se acercan a ella, han empezado ya a escribir de las abuelas y bisabuelas (no solo carnales, también en un sentido amplio), recuperando la memoria de aquellas mujeres de las que apenas se hablaba, cuyas aportaciones casi nunca llegaban al papel impreso o si lo hacían se olvidaban rápidamente y solo ahora comenzamos a recuperar a algunas y a descubrir a otras. Sus nietas escriben buscando la complicidad y la continuidad que había quedado sumergida en un mundo navegado aparentemente solo por hombres. Regresan a ellas como quien construye una comunidad.
Y me preguntaba, de ahí el artículo, como hablarán, más bien, cómo escribirán sobre sus padres cuando nos hayamos muerto o estemos cerca de hacerlo. Esas escritoras, esas poetas que hoy han conquistado la escena y la ocupan con naturalidad. ¿Cómo plasmarán los espacios en los que las dejamos solas, o esos otros a los que nos empeñamos en acompañarlas cuando nuestra presencia no era necesaria ni deseada. Cómo recordarán lo que rompimos, lo que ignoramos, las veces que hicimos oídos sordos a sus intentos de transformar la realidad y de transformarse. Habrá sin duda reproches, acusaciones, cargos. Con suerte, quizá miren con ternura nuestros esfuerzos, o al menos entiendan como fragilidad nuestras insuficiencias.
Aunque, pensándolo bien, puede que esas mujeres no entablen por escrito la conversación que nunca tuvieron con sus padres. Quizá sus verdaderas interlocutoras sean las madres, que, al fin y al cabo, iniciaron una de las revoluciones más profundas de la sociedad actual; no lucharon en una guerra pero participaron en mil escaramuzas. Quizá los ajustes y desajustes de cuentas tengan lugar entre ellas igual que hasta hace poco la elegía fue primordialmente un asunto entre hombres.
Por eso, al finalizar este texto, tengo que reformular la introducción, pensarla de otra forma. No, la pregunta no es cómo nuestras hijas recordarán y escribirán sobre sus padres, sino cómo se transformará esa relación epistolar con las madres muertas, con las antecesoras, con las que prepararon pero también, como cualquier generación, obstruyeron caminos. Pues es probable que para entonces nosotros, los hombres, hayamos dejado de ser un tema central de conversación.