La libertad de prensa es necesaria, pero lo que nos construye como sociedad es la búsqueda de la verdad. Y la primera no garantiza la segunda; incluso puede ser un impedimento para conseguirla.
La prensa es libre, los periodistas no. Eso o algo muy parecido dijo en un documental sobre el asesinato de Lumumba el director de un periódico belga. Traducido: los grandes periódicos decidieron ocultar lo que se sabía sobre la implicación de las más altas instancias políticas occidentales en aquel asesinato y ningún periodista habría podido informar libremente sobre él.
La gran mayoría de los periódicos son cercanos a la derecha, puesto que buena parte del capital que requiere fundarlos y mantenerlos y buena parte de la publicidad imprescindible para su subsistencia pertenece a empresas interesadas en que no gobierne la izquierda.
No hay auténtica libertad de prensa cuando los y las periodistas están en situaciones tan precarias que tienen que aceptar casi cualquier trabajo para sobrevivir; se ven obligados a adaptarse, a contemporizar, a eludir ciertos temas, o al menos a privilegiar otros. En prensa, el cliente no es el rey, nunca lo ha sido; el rey es el dueño del negocio. O lo podemos pensar de otra manera: el cliente no es quien compra o lee periódicos, sino quien paga para que salgan las informaciones que le interesan.
Un espectáculo tristísimo que nos dice quién maneja la información y con qué falta de escrúpulos: la cadena de televisión que elimina los aplausos a políticas de izquierdas y los sustituye por abucheos. Informativamente, no se puede caer más bajo ni el desprecio a la verdad puede llegar más alto.
Hace unos días, en la fecha simbólica del 20-N medios de izquierda reciben un ataque informático que bloquea las nuevas suscripciones, medios que en gran parte o en su totalidad prescinden de publicidad de grandes empresas y necesitan esas suscripciones para sobrevivir. En un sector dominado absolutamente por la prensa conservadora ni siquiera se puede consentir ese resquicio de información que escapa al rodillo ideológico.
En una cadena privada se censuran los chistes sobre la extrema derecha. En un periódico medianamente progresista van desapareciendo los colaboradores y las colaboradoras más críticos. Ese mismo grupo había realizado una campaña feroz para acabar con las nuevas formaciones de izquierda, y sus directivos habían dejado claro que no se daría cabida a ninguna noticia que las favoreciese.
Todo medio tiene un sesgo ideológico y también lo tenemos quienes trabajamos en él. ¿Es necesario decir que la mentira deliberada y premeditada que practican algunos medios no se justifica por dicho sesgo?
La prensa, igual que la justicia, que debía ser un instrumento de control del poder, se ha ido convirtiendo en cómplice a sueldo del poder, de los poderes. En lugar de informar, manipula; en lugar de la verdad, busca la ocultación. Los casos Villarejo, Gurtel y los supuestos negocios del emérito muestran cómo algunos periódicos acuerdan esconder informaciones y proteger a quienes están detrás, en nombre a veces del interés general –incluso para preservar la democracia–. Es mentira; solo preservan la apariencia de democracia y sus propios intereses.
La campaña orquestada desde la política, la prensa, la policía y la judicatura contra Podemos y alguno de sus representantes demostró, si aún hacía falta, la ferocidad y la falta de escrúpulos con las que se persigue a cualquier alternativa de izquierdas. Pero una democracia en la que la izquierda no puede ganar, o para hacerlo tiene que atarse de manos, no es una democracia.
Un pequeño paréntesis, que no lo es del todo: hace años vi un partido de fútbol del Barcelona con amigos forofos de ese equipo; creo que era una semifinal de la Champions. El Barcelona iba ganando y se había encerrado en su campo, amasaba el balón, lo escondía; el partido se volvió insoportablemente aburrido. Comenté que estaría bien que el equipo contrario metiese un gol para animar el encuentro. Me respondieron como si me hubiese vuelto loco. También me llamó la atención que se enfadasen con cada falta que pitaban al Barcelona por obvia que fuese la infracción y, por el contrario, exigiesen penaltis inexistentes ante la meta de los rivales. Llegué a la conclusión de que yo era el único al que le gustaba el fútbol. Ellos solo querían que su equipo ganase.
Con la democracia sucede lo mismo: mucha gente quiere que gane su partido aunque sea haciendo trampas, expulsando si es posible a miembros del equipo contrario, fingiendo faltas no cometidas. Y a la prensa tampoco suele gustarle la democracia; solo quiere ganar el partido y celebrar con los campeones tramposos.
Esos programas de televisión en los que se falsean los datos y se lanzan acusaciones falsas. Ese tono moral del que revisten sus mentiras. Ese triste espectáculo de lameculos. La Historia muestra que cuando de verdad un cambio amenaza los intereses económicos de sus amos, defenderán la violencia, las persecuciones, la eliminación de los adversarios. Las sonrisas telegénicas se volverán muecas feroces.
A veces me domina el desaliento. No me parece posible conseguir una sociedad más justa si la información y la propaganda –que a menudo es lo mismo– están en manos de quienes defienden sus privilegios, en manos de las grandes fortunas escondidas en paraísos fiscales. En manos de monarcas que predican la honradez en sus locuciones moralizantes, mientras se enriquecen con comisiones ilegales. En las de bancos que se benefician del narcotráfico, la evasión fiscal y los depósitos de dictadores y que a la vez son los principales accionistas de prensa.
Defender la libertad de prensa, en abstracto, ha dejado de tener sentido. Lo que debemos defender es la información veraz y la libertad de las y los periodistas.
Vete a Cuba –o a Venezuela, que está más de moda–, me dirá alguno, alguna. Si es así, no me estáis entendiendo. Sé que pretender controlar la prensa incluso desde la ideología más justa tampoco lleva a la verdad; si no hay pluralidad, la información se vuelve consigna, se ocultan los propios errores, las faltas cometidas por nuestro equipo. Pero es cínico conformarse con la falsa pluralidad con la que vivimos. Con esta falsa democracia, por tanto.
Disculpad esta lista de obviedades. Pero es que a veces tengo que recordármelas una a una para no creerme ese país de fantasía que me quieren vender, para que no se me olvide quiénes son esas personas que nuestra prensa trata como benefactoras y triunfadoras, cuando son las que se dedican a amañar todos los combates y llevarse a casa el dinero de las apuestas.