Es triste ser de izquierdas. Da tan pocas satisfacciones. Es verdad que, durante un tiempo, puedes tirar de la superioridad moral, en general justificada, que sientes sobre quien es de derechas, pero para mantenerla a la larga tienes que renegar de la izquierda-realmente-existente y retirarte a tu exilio interior que te permite extender tu superioridad también sobre quien no es de verdad, de verdad de izquierdas. Levantar un castillo a la pureza de tus convicciones y encerrarte en él, sin salir ni siquiera a votar. Porque ¿cómo vas a votar a esa gente que no hace auténticas políticas de izquierdas?
Lo oigo tanto estos días: «Es la última vez que voto a esta izquierda». Porque ahora resulta que la coalición de gobierno incluso se pone a negociar con los empresarios o da marcha atrás en la reforma del mercado laboral o aún no ha derogado la ley mordaza. Da igual que gane la derecha: son todos iguales. (Aunque esta última frase puede provocar cierto malestar en quien la pronuncia, pues también la dicen tantos populistas de derechas que desprestigian la política y se postulan como sus renovadores aunque ellos mismos vengan de la política o sean empresarios que pretenden ganar influencia para sus negocios y chanchullos. Pero no, no compares: quien dice esa frase desde la izquierda la dice de manera distinta, con conocimiento, con convicciones).
Es más fácil ser de derechas, dónde va a parar. No porque la derecha vaya a cumplir lo que promete, por ejemplo cuando afirma que acabará con el desempleo o que logrará el crecimiento económico o que devolverá la libertad a los ciudadanos subyugados por el socialcomunismo. Promesas así de vagas y generales son siempre mentira; pero sí se puede contar con que cumplirán con su programa más o menos explícito de privatizaciones, liberalización del mercado, reducción de impuestos –aunque menor de lo prometido y de alcance real solo para una minoría–, apoyo a la educación concertada en detrimento de la pública… ¿Por qué cumplirán esas políticas? Hay dos motivos fundamentales: benefician económicamente a muchos de sus dirigentes y, sobre todo, cuentan con el apoyo de los poderes reales del país. Ni la banca, ni la CEOE, ni la Iglesia se van a oponer a ninguna de esas medidas; y la prensa que tienen amaestrada no meterá palos en las ruedas del gran proyecto conservador.
Por el contrario, un gobierno de izquierdas, cuando realiza política de verdad de izquierdas, se encontrará enfrentado a toda la potencia de fuego de tales fuerzas conservadoras. Se trate de subir el salario mínimo, limitar los alquileres, proteger de abusos a los trabajadores del campo, reducir la contaminación de la industria y el parque automovilístico, se encontrará siempre con el viento de cara y con las amenazas no tan veladas –véase Iberdrola– de los auténticos poderosos. Y se verá obligado a negociar, a moderar las ambiciones por justas que sean, a veces incluso a dar marcha atrás, sobre todo si, para colmo, no tiene una mayoría parlamentaria suficiente. Si además le sumamos que en las filas de quienes se autodenominan de izquierdas hay dirigentes que parecen más infiltrados que militantes y que sabotearán el más mínimo intento de enfrentarse a los poderes económicos –véanse ahora las últimas declaraciones de Bono e Ibarra–, no es de extrañar que la política de la izquierda gubernamental suela ser decepcionante.
Para tanto como eso, no voto, dicen entonces enfurruñados muchos de quienes habían votado de mala gana a socialistas, comunistas o podemitas, no porque creyesen en ellos, sino haciendo un magnánimo esfuerzo para que no se diga que por su culpa gana la derecha. Y se decepcionan. Se enfurecen. Se repliegan en sus cuarteles de invierno ideológicos. La izquierda, si no es radical, no es izquierda, parecen decirnos.
Esto podría parecer la enésima representación de los enfrentamientos entre quienes desean una auténtica izquierda que defienda a los perdedores de la ofensiva del capital, y los que quieren contemporizar, consensuar, negociar, como estrategia para obtener pequeños avances. Uno de los ejemplos históricos más notable de esta confrontación entre radicales y posibilistas la encontramos en la ruptura del Partido Social Demócrata alemán de finales del siglo XIX; en 1891, para decepción de muchos, el SPD decidió dejar de lado las aspiraciones revolucionarias y perseguir unas «tareas mínimas inmediatas» que permitirían mejorar las condiciones de vida y la participación política del proletariado, aunque esto supusiese aliarse con partidos burgueses. Cuando en este juego de alianzas el partido decidió apoyar la guerra de 1914 contra Rusia, a muchos les pareció que la sumisión a la burguesía iba demasiado lejos, lo que llevó, en última instancia, a la fundación del Partido Comunista Alemán con Rosa Luxemburg al frente.
La diferencia es que pocos de nuestros radicales indignados saldrían a la calle fusil o al menos adoquín en mano a hacer la revolución, porque saben que está condenada al fracaso (aparte de que se está muy bien en casa tuiteando reproches). Pero entonces, si el radicalismo se agota en no votar y en refunfuñar, si tampoco puede llevar a un cambio drástico de las formas de producción y de propiedad… ¿no merece la pena seguir votando a esa izquierda insuficiente, a ser posible de forma masiva, para darle mayor poder de negociación? ¿No es mejor que renunciar y dejar a la intemperie a las víctimas probables de un gobierno de derechas? Y también seguir criticando al gobierno de izquierdas, por supuesto, cuando no se atreve y cuando se queda corto, cuando oye los cantos de sirena de los liberales socialdemócratas –no es un oxímoron– o de los paniaguados de las puertas giratorias, para que la presión no llegue solo desde una dirección. Aun cuando alguien prefiera la revolución al capitalismo, el segundo está ahí, la primera no aparece, literalmente, ni en sueños. Y ya hemos aprendido demasiadas veces que quien calla, otorga.