Este es mi último artículo para ‘La mirada’ hasta finales del verano. Y hoy no resulta fácil despedirse y dar por supuesto que, a la vuelta, todo seguirá más o menos igual. Podría desearos un feliz verano, y lo hago, aunque sé que muchos y muchas no podrán disfrutar de vacaciones, no sólo porque la pandemia haya debilitado las economías de tantas personas y familias, también porque siempre ha sido así: mientras una parte de la población decidía si mar o montaña, si en el propio país o en el extranjero, otra parte nada despreciable –en ningún sentido– sabía que, a lo sumo, podría dejar a los niños con los abuelos mientras continuaba trabajando o aprovechar un fin de semana largo para pasarlo en el pueblo de sus padres.
Decía hace poco en un encuentro sobre el futuro pospandémico que no acabamos de descubrir nuestra vulnerabilidad y nuestra sumisión, como oímos estos días, sino que ya se encontraban ahí antes de la pandemia: la ola de protestas que recorría el mundo antes de marzo de 2020 era protagonizada por una minoría, mientras que el resto intentaba acomodarse dócilmente a las consecuencias de una crisis en la que se rescataba a bancos y no a personas, y en la que el capitalismo, lejos de descubrir su corazoncito, se endurecía y blindaba realizando aún con más brutalidad el desmantelamiento de lo público. Y la sociedad lo aceptaba, lo soportaba, lo soportábamos. Como si las cosas malas solo les sucediesen a otros; como si esos otros no nos importasen lo más mínimo.
Pero nuestra sociedad, como los individuos, es vulnerable desde hace mucho y, peor aún, parece resignada a serlo, porque no creo que haya muchas personas que sigan creyendo en los cantos de sirena del mercado y la meritocracia, esa pareja de tahúres que nos prometen una riqueza que nunca saldrá de su manga. Así que nos conformamos con lo que hay y hace tiempo que hemos perdido la ilusión de que nos pasen cosas.
Pero eso precisamente es lo que me gustaría desearos para este verano: que os pasen cosas, y lo haría sin más explicaciones si no fuese porque vivimos en estos tiempos –y no me refiero solo al último año y medio–, quizá no más terribles que otros, pero sí mortecinos, desganados, desilusionados, en los que parece que lo mejor que nos puede pasar es que no nos pase nada.
Como si el futuro solo pudiera traer más recortes, más pérdidas, más esfuerzo con menos compensación. Así que sólo puedo desearos, desearnos, que recuperemos las ganas de que nos pasen cosas, a sabiendas de que alguna será mala, pero también de que puede haber cambios a mejor, decisiones que nos den lo que necesitamos, posibilidades entusiasmantes que están ahí aunque aún no seamos conscientes de ello. Que sintáis un fuerte deseo de cambio, una reducción del temor a lo porvenir, la curiosidad y la energía para satisfacerla. Y ya sé que todo ello no llegará como golpe de fortuna, como regalo de una divinidad magnánima –las divinidades, como los bancos, no regalan: atesoran–: sólo podremos creer en el cambio si nos consideramos capaces de provocarlo.
Así que sí, claro, cómo no, os deseo todo eso que he dicho ya casi sin atreverme: que podáis descansar este verano, reponer fuerzas, momentos de placer y alegría, pero, sobre todo, que sintáis el anhelo de acontecimientos, en lo privado e íntimo y en lo social y público. Y de que estéis dispuestos y dispuestas a luchar para conseguirlo.
Aunque no es habitual poner notas a pie de página en las columnas de opinión, quería añadir, sin modificar seriamente el discurso, que sólo hay un movimiento ahora mismo que mantiene el deseo, la energía y la fe necesarias para atravesar la sociedad con sus exigencias: el feminismo.