1. Rewind
A mediados del siglo XIX, una época en la que cada exhibición de arte era un acontecimiento que daba a conocer las tendencias, las vanguardias y los avances técnicos; un escaparate de innovaciones que mostraba la evolución de las artes, nacía un nuevo concepto de exposición concebida como el súmmum de todas ellas. ¿Y si en vez de exponer cuadros y esculturas mostramos los avances de la arquitectura y la ingeniería?, pensaron. Así las cosas, en 1851 se celebraba en Londres «La Gran Exposición de los Trabajos de la Industria de Todas las Naciones», la que sería, a la postre, la pionera de las Exposiciones Universales.
Se trataba de un tipo de muestra que influiría definitivamente en el desarrollo de las artes, el comercio, las relaciones internacionales y el turismo. Un concepto singular de exhibición basado en la construcción de una ciudad efímera, que se monta y se desmonta en unos meses, y cuyos edificios se reutilizan posteriormente con otros fines. Un evento que serviría para que los países proyectaran su imagen al exterior por medio de los pabellones que ellos mismos construían; una especie de competición arquitectónica y creativa. No obstante, su desarrollo ha ido evolucionando con el paso del tiempo, desde la era de la industrialización hasta la de la globalización.
Pero el punto de inflexión que modificaría el rumbo de las exposiciones mundiales lo encontramos a orillas del Guadalquivir, en Sevilla; la Expo 92 cambiaría el concepto de intercambio cultural por el de marca nacional, creándose de este modo la manida etiqueta de Marca España.
La idea de la Expo 92 venía de lejos; desde la llegada de la democracia surcaba la línea del horizonte institucional un plan para conmemorar el Quinto Centenario del descubrimiento de América. Primero se intentó organizar la III Exposición Iberoamericana, siguiendo la estela de las que habían tenido lugar en Sevilla y Barcelona en el primer tercio del siglo XX, y posteriormente se solicitó la adjudicación de la Exposición Universal, una candidatura que, tras muchos contratiempos, fue finalmente elegida bajo el lema ‘La era de los descubrimientos’
La Expo fue recibida con júbilo y con polémica, con entusiasmo y con pereza, con cuitas políticas y con temores económicos y, además, reabrió el debate semántico e histórico en torno a descubrimiento y colonización. Pero, dejando a un lado la controversia, no podemos obviar el impacto que a la postre tendría en la sociedad española. Los Juegos Olímpicos de Barcelona cambiarían el deporte, pero la Expo de Sevilla cambiaría la sociedad.
Una orilla abandonada del Guadalquivir que formaba una isla donde se encontraba un viejo monasterio cartujo en el que descansaron durante un tiempo los restos de Cristóbal Colón, fue el lugar elegido. Se trataba de un humedal cuya vista aérea le daba el aspecto de una ciénaga y que en unos años se convertiría en una suerte de ciudad moderna: con sus edificios, sus calles, su vegetación y hasta un lago. Tras un sinfín de inconvenientes y dejando atrás el aura de escepticismo de los meses previos, la inauguración de la Expo, atestada de personalidades nacionales e internacionales, supuso uno de los acontecimientos del siglo en aquella España.
Una España donde la Policía Nacional llevaba camisas ablusadas tres tallas más grandes, donde las hombreras aún se resistían a pasarse de moda, donde la tiranía del Opel Kadett se veía amenazada por la llegada del Seat Toledo, donde la gente fumaba en todas partes y sin complejos, donde la mayor parte de las carreteras era de doble sentido. Una España que veía con lentes bifocales el desmembramiento de la URSS, la Guerra del Golfo e incluso el Tratado de Maastricht. Una España que se había deshecho del blanco y negro pero cuyos colores poseían aún escasa nitidez. Una España que quería alcanzar su futuro (que era a su vez el presente de otros países) en un tren de alta velocidad llamado AVE.
2. Play
Sevilla, 1992. Un día cualquiera de septiembre. No importaba mucho que fuera jueves, viernes o sábado. La masa humana formaba una serpiente multicolor en las entradas del recinto. Pirulís que emulaban las chimeneas de la fábrica de cerámica en la que se había reconvertido el monasterio cartujo tras la desamortización, recibían al visitante en una suerte de hall al aire libre llamado Plaza de Europa. Mi madre y yo entrábamos cada uno de los tres días que estuvimos a primera hora de la mañana. Yo tenía apenas doce años, así que mis recuerdos son imprecisos, pero jamás olvidaré las colas que se formaban para acceder a algunos pabellones, como el de Canadá, que con su innovador cine IMAX se adelantaba al siglo XXI, el de Japón, construido íntegramente en madera, o el de Hungría, que recordaba a las iglesias vikingas que visitaría años más tarde en Noruega. Un monorraíl que, ante mis ojos provincianos, pertenecía a un futuro utópico, recorría el recinto como si fuera el metro de aquella miniciudad.
Cuando llegaba la noche, la gente se concentraba alrededor del lago para contemplar el espectáculo de música, luz y color donde se proyectaban imágenes sobre la superficie del agua. Había una esfera bioclimática, jardines colgantes y rotondas en las intersecciones de las calzadas (nótese que el concepto rotonda todavía no estaba muy extendido por la Península). Había también un teleférico, las primeras pantallas táctiles y hasta una réplica de un cohete espacial. La Expo anticipaba una nueva era de los descubrimientos, la de la fibra óptica sin la que hoy día no sabríamos vivir. Un futuro formado por microchips, telecomunicaciones y astronautas. Y así me sentía yo, como un astronauta, o como el personaje principal de una alucinación que, agravada por el insoportable calor, me hacía dudar si solo había cambiado de espacio o también de tiempo.
Las cifras y estadísticas sobre el número de visitantes nos dan una idea de la transformación que semejante acontecimiento produjo en aquella España y, sobre todo, en el españolito medio, que por primera vez cambiaba su quincena estival en Benidorm, Torrevieja o Torremolinos, para visitar una exposición. Sí, repito, una exposición.
La Expo recibió un total de 41,8 millones de visitas, de las cuales el 81% fueron nacionales y el 19% restante extranjeras. Esto nos da la medida de la mutación que se operó en el turismo patrio, que pasó, casi de la noche a la mañana, de la experiencia del veraneo a la experiencia del viaje. En otras palabras; del viaje de reposo al viaje cultural; de estar tirado en una hamaca a darse una paliza para visitar monumentos.
Por primera vez, la clase media española, con escasos recursos e ínfulas burguesas, con el polvo de los caminos aún pegado a la chaqueta de pana, se convertía en una masa turística cultural. En la Expo de Sevilla había muchísima gente, miles de personas al día, haciendo cola bajo el sol para culturizarse, para recabar información y conocimiento sobre otros países y otras culturas, sobre la historia y la etnografía, sobre los nuevos avances científicos y tecnológicos. Una práctica que caló en la sociedad de forma tan profunda que una década después las ciudades europeas estaban llenas de turistas españoles, que, tras muchos años recluidos entre los límites de sus fronteras, se movían por el mundo con total impunidad.
3. Forward
Tras la Expo 92, España no volvería a ser igual. La exposición había traído consigo una suerte de renacimiento que desembocó postreramente en una competición entre toda la clase media pequeño-burguesa. Un entusiasmo exacerbado por viajar, conocer y contar. España por fin se lo creía. La España de la bailarina y el torero sobre la tele quería saltar de golpe a los televisores de plasma, incluso antes de que existieran. España, cainita e hiperbólica, pero también creativa y talentosa, pretendía recuperar de repente las décadas perdidas entre el franquismo y la transición.
Pero este ricoprontismo, este crecimiento repentino y acelerado que no dejaba tiempo para la absorción y la maduración, para el correcto desarrollo social, tendría después sus consecuencias. Una especie de resaca que podemos observar hoy día en la política, el periodismo o la opinión pública, y que proviene en última instancia de un desarrollismo educativo que cojea: de acuerdo con el Informe Pisa, estamos lejos de los primeros puestos en lo que a rendimiento académico se refiere, y somos uno de los países donde menos se usan las tecnologías y dispositivos digitales. Además, según Save The Children, somos el cuarto país de la OCDE con la tasa más alta de alumnos repetidores. Por si esto fuera poco, solo dos universidades españolas se encuentran entre las doscientas mejores del mundo. Datos que sirven para demostrar que la cultura, a diferencia del ocio, hay que masticarla despacio para que no se indigeste.
En la actualidad, la isla de la Cartuja alberga un parque tecnológico, un parque de atracciones, y un montón de edificios institucionales. Algunos de los pabellones, los que quedaron en pie, resisten el paso de tiempo reconvertidos y reutilizados para otros fines, como el de la antigua Plaza del Futuro, que sobrevive aun cuando ya hemos dejado atrás el futuro que atisbábamos en 1992. Desde la aparición de internet el tiempo ha corrido más deprisa de lo que esperábamos, y aquel mundo venidero que se anticipaba en la Expo ha desaparecido como una estrella que se apaga en la inmensidad de un espacio al que ahora se envían más sondas que astronautas.