Internacional
Egipto: de la represión política a la depresión económica
Desde que se hizo con el poder hace ya 11 años, Abdel Fattah al-Sisi ha reprimido cualquier voz discordante. Hoy busca afianzar su control sobre la justicia y enderezar la débil situación financiera del país.
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Este reportaje sobre Egipto se publicó originalmente en #LaMarea106. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para recibirla y apoyar el periodismo independiente.
Egipto camina de la represión social a la depresión económica. La plaza de Tahrir, núcleo de la revolución democrática de 2011, está atestada de policías, la mayoría de ellos antidisturbios apostados cerca de autobuses en las calles que empiezan o terminan en la explanada. Todos ellos parecen aburridos, sin protestas que apagar, y matan el tiempo en un lugar al que la represión le ha arrebatado la vida.
Silenciada cualquier voz opositora, Abdel Fattah al-Sisi es el hombre fuerte de Egipto y nada hace presagiar que próximamente dejará de serlo. Una década después de hacerse con el poder, el régimen castrense está consolidado, atento principalmente a la débil coyuntura económica que atraviesa el país.
En 2011, en el marco de las «primaveras árabes», la sociedad egipcia salió esperanzada a la calle y protagonizó la revolución de Tahrir. El Ejército aceptó entregar la cabeza caducada de Hosni Mubarak, quien llevaba 30 años en el poder, y controló entre bambalinas la transición. Por eso, aunque el pueblo egipcio eligió en las elecciones democráticas al islamista Mohamed Morsi, entonces líder de los Hermanos Musulmanes, en el verano de 2013 los militares reaparecieron y devolvieron el poder a sus antiguos garantes. Tras el golpe de Estado, el elegido para comandar esta nueva era fue Al-Sisi, jefe de la Inteligencia militar durante las revueltas de Tahrir.
Cuando obtuvo la presidencia en 2014, Al-Sisi comenzó una purga de opositores sin precedentes en Egipto. En tres oleadas, atacó primero al islam político de los Hermanos Musulmanes; luego a los activistas de los derechos humanos y políticos opositores; y finalmente, a personas corrientes, personas descontentas con la delicada situación económica o la pérdida de derechos laborales. La magnitud represiva de esta década es tal que se estima que en Egipto hay actualmente 60.000 presos políticos: entre ellos destacan el activista Alaa Abd el-Fattah, quien, de forma intermitente, lleva casi una década en prisión, y el político Ahmad al-Tantawy, encarcelado por intentar postularse a las elecciones presidenciales de 2023.

«Con los levantamientos de 2011, los militares aprendieron la lección: si haces como Mubarak y aceptas ciertas libertades, las personas pedirán cambios radicales, por lo que no puedes permitir fisuras y hay que clausurar los espacios cívicos de resistencia. Al-Sisi vive con la paranoia de 2011», explica Mohamed Lotfy, cofundador y director ejecutivo de la Comisión Egipcia para los Derechos y las Libertades. «Ahora el miedo está en la inestabilidad económica, que genera enfado y crea un espacio en el que la gente puede organizarse contra el presidente, que entonces utilizaría sus tácticas del terror», añade.
Tribunales ‘ad hoc’
Para legalizar este modus operandi represivo, Al-Sisi ha creado tribunales y redactado leyes para combatir el «terrorismo». «Por ejemplo, Mubarak utilizó las cortes militares para detener a los activistas políticos, mientras que Al-Sisi ha creado leyes y pequeñas cortes para combatir el terrorismo, pero en realidad las está utilizando contra las organizaciones civiles y los usuarios de las redes sociales. Ahora, todos somos terroristas», explica Nasser Amin, director del Centro Árabe para la Independencia en la Judicatura y las Profesiones Jurídicas. «En 2019, Al-Sisi reformó la Constitución y obtuvo más poder frente a los jueces. Ahora puede elegir al Fiscal de la Nación y a los presidentes de las cortes superiores, la de Casación, la Administrativa y la Constitucional», añade.
Las organizaciones de derechos humanos denuncian los ataques que sufren periodistas, sindicalistas o activistas, y subrayan la delicada situación del Estado de derecho en Egipto, reflejada en los largos períodos que pasan las personas detenidas a la espera de juicio –hasta dos años en los casos de «terrorismo»– y en prácticas de dudosa legalidad, como denegar a los abogados el acceso a los expedientes de los casos.

Nasser Amin y Mohamed Lotfy son dos ejemplos de una larga lista de defensores perseguidos por el Estado en la última década. Amin no puede abandonar Egipto desde 2015, razón por la que ha perdido su puesto en el grupo de abogados de la Corte Penal Internacional que defiende a las víctimas de los crímenes de guerra en Darfur, en Sudán; además, estar en la lista negra del Gobierno ha mermado la cartera de clientes de este letrado que defendió a presos políticos como Sami Anan, antiguo número dos del Ejército y encarcelado casi dos años por tratar de presentarse a las elecciones de 2018. Sobre Lotfy pesaba la misma prohibición, y tampoco podía abandonar Egipto, pero recientemente le levantaron ese veto. En su caso, algunos compañeros han sido detenidos o han tenido que exiliarse. Su pareja, además, fue arrestada durante ocho meses por sus comentarios en defensa de las mujeres acosadas en las redes sociales.
«Muchos compañeros han sido acusados de pertenecer a un grupo terrorista o de difundir información falsa. Nuestro director fue arrestado y un compañero tuvo que refugiarse en Francia en 2019. El Gobierno quiere destruirnos y nos ataca, pero hemos aguantado y ha entendido que las detenciones no destruirán a las ONG: en los dos últimos años no hemos sufrido arrestos», reconoce Lotfy.
Desde el golpe de Estado de 2013, Al-Sisi ha arrasado en las tres farsas electorales celebradas, y en 2019 consiguió aprobar vía referendo una reforma constitucional para, entre otras medidas, poder eternizarse en el poder. Sin embargo, carece del apoyo popular o el carisma de sus predecesores castrenses: el socialista Gamal Abdel Nasser, el islamoliberal Anuar al-Sadat y el continuista Hosni Mubarak. A diferencia de ellos, Al-Sisi llegó al poder tras aplastar una revolución popular. Diez años después, Lotfy apunta que entre 2022 y 2024 entraron en prisión tres personas por cada una liberada. Amin añade que se han construido más de 50 cárceles en el país. «Y había 48», apunta. Sin popularidad, Al-Sisi se impone a través de la represión y el miedo.

«Las autoridades excarcelaron a 834 personas recluidas por motivos políticos, pero arrestaron a casi el triple durante 2023. Miles de personas que criticaban al gobierno –o que se consideraba que lo hacían– continuaron detenidas de manera arbitraria o fueron procesadas injustamente. Las desapariciones forzadas, la tortura y otros malos tratos continuaban siendo endémicos», resume en su último informe anual Amnistía Internacional. «Después de 10 años, ningún alto cargo había rendido cuentas por el homicidio ilegítimo de al menos 900 personas durante la violenta dispersión de las acampadas celebradas por simpatizantes del depuesto presidente Mohamed Morsi el 14 de agosto de 2013», subraya esta entidad.
Pese a la delicada situación de los derechos humanos, el llamado bloque occidental respalda sin fisuras a Al-Sisi. Egipto es un aliado esencial en la región, y además, la puerta trasera de Israel, con quien mantiene buenas relaciones institucionales desde la era de Anuar al-Sadat. Amin lo resume así: «Hay causas más importantes que los derechos humanos, y la UE, Estados Unidos y la ONU miran por los intereses de sus gobiernos. En las organizaciones pequeñas trabajamos sin apoyos. Y no esperamos ayuda de la comunidad internacional».

A cambio de esta estabilidad geopolítica, la UE, el FMI, las potencias del Golfo y Estados Unidos ayudan a la subsistencia del régimen egipcio a través de créditos, programas de ayuda o inversiones directas que palíen los problemas económicos. La UE encabeza la inversión directa extranjera y las transacciones comerciales con Egipto. Recientemente selló un acuerdo de cooperación de 7.400 millones de euros en ayuda financiera que incluye una partida de 200 millones para el control de los y las migrantes. Por su parte, en la mayor inversión directa extranjera en el sector urbanístico de la historia egipcia, Emiratos Árabes Unidos adquirió el derecho a desarrollar y explotar comercialmente la región de Ras al-Hekma por 35.000 millones de dólares y el 35% de los beneficios anuales del proyecto.

Estas inyecciones de liquidez son parches y no solucionan los problemas estructurales de la economía egipcia. Segundo mayor deudor del FMI, Egipto presenta una balanza comercial negativa y una alta deuda pública con respecto al PIB, y son preocupantes la devaluación de la libra egipcia, la inflación y los conflictos regionales que merman los ingresos procedentes del turismo y el tráfico de barcos en el canal de Suez. Ante esta situación, el Gobierno egipcio vive en una espiral de deuda en la que pide nuevos créditos para acometer reformas o pagos pendientes y recorta en partidas presupuestarias destinadas a la sociedad. De esta forma, denuncia en su último informe Amnistía Internacional, «el gobierno asignó aproximadamente la mitad del presupuesto de 2023-2024 al pago de la deuda e incumplió el mandato constitucional de dedicar al menos el 3% del PIB a sanidad y, el 6%, a la educación básica y superior».