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Analfabetos, sabios y currículums inflados

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Opinión

Analfabetos, sabios y currículums inflados

"El ascensor social dejó de funcionar, pero la educación sigue siendo la mejor herencia de los pobres frente a los ricos", reflexiona la autora.

José Saramago, en una imagen de archivo de RTVE.
Olivia Carballar
26 julio 2025 Una lectura de 3 minutos
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En una habitación de hospital compartida con tres personas se escucha de todo, se habla de todo y se estrechan lazos con familias donde la enfermedad las vuelve tan vulnerables como a la tuya. 

Hace unas semanas, en uno de esos días y noches interminables, tan similares a una cárcel, una de esas personas me ofreció una ensalada para que comiera algo. Después me enseñó la foto de su hijo, con sus ojos grandes avellanados, que ha elegido un módulo de FP; luego me habló de su hija, que andaba en Lanzarote, muy ilusionada con las prácticas de su máster.

La abuela, que era la que estaba hospitalizada, una señora de más de 90 años, lista como ella sola, la miraba en todo momento con admiración: “Ay, qué carrera hubiera podido tener también ella”. Pero hay tiempos y tiempos. Y ella, que es feliz con lo que hace según me dijo, lista también como su madre, me habló también de otros tiempos, de los tiempos de su padre, un hombre de campo con muchísima sabiduría. 

Aquellas palabras, la enfermedad, Lanzarote… hicieron que me acordara de Saramago y su abuelo, y su discurso del Nobel de Literatura: “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer […] Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro”. 

La mujer se emocionó escuchando aquella historia, que tanto le estaba recordando a su padre. Y asintió: no hay que tener una carrera para ser una persona sabia, sensata, inteligente. Para ser, sobre todo, una persona honesta. Para ser feliz. Pero sí hay que dar y tener oportunidades, como insistía la abuela, una de las tres mujeres mayores tumbadas en las tres camas articuladas de aquella habitación de hospital compartida donde nunca era de día. Todas ellas sabían de lo que estaban hablando porque las tres, aunque con diferencias, habían tenido vidas similares: desde limpiar casas a coger bellotas para dar a sus hijos e hijas lo que ellas no tuvieron. Unos estudios.

Claro que hace tiempo que el ascensor social dejó de funcionar, que los másters cuestan una pasta, que no hay suficientes plazas en la Universidad pública para mentes brillantes, que tener estudios hoy no te asegura lo que comúnmente se ha conocido como una “buena vida”. Pero una cosa es que el sistema no funcione y otra cosa es por qué no lo hace.

“A mi hermano lo mataron porque era muy listo”, recuerdo que me dijo una víctima del franquismo un día, cuando yo era una niña, cuando aún no sabía ni qué era el franquismo ni las víctimas. Aquella frase se me quedó grabada porque nunca pude digerirla.

Por eso cuando leí el último caso de currículum inflado, volví a pensar en lo que esas mujeres mayores, que tanto revolucionaron las vidas de sus familias tal vez sin saberlo, hablaron en aquella habitación de hospital a pesar de los dolores: que efectivamente la educación, los estudios, siguen siendo la mejor herencia de los pobres frente a los ricos.

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