Durante un breve y afortunado periodo del principio de mi veintena dispuse de lo más parecido que he tenido a un año sabático. Me restaban un par de asignaturas de la carrera y ocupa el principio y el final de semana con las prácticas correspondientes. Algunas tardes colaboraba con una asociación educativa en un colegio. Tenía algo de dinero pero sobre todo una gran cantidad de tiempo libre. Aún carecía de las preocupaciones prosaicas de la etapa adulta.
Una gran parte de aquel año la pasé viviendo de noche, cumpliendo lo que suponía una inclinación natural de quien se encuentra más cómodo entre libros que entre personas. No era tanto misantropía como no haber aprendido a aceptar aún la diferencia entre cómo creemos que deben ser las cosas y cómo son realmente, entre las posibilidades que se desean y las certezas que se tienen. Hacerse mayor es aceptar esta brecha, asumir que la vida es una colección de derrotas tamizadas por algún momento brillante en un páramo que se pierde hasta el horizonte. Si han viajado en autobús por largas horas a través de Castilla sabrán de qué hablo.
Aquel año leí lo que nunca he vuelto a leer. Decenas de libros de todo tipo, páginas de ficción e historia, tratados de política, eventualmente algo de ciencia. Aprendí unas cuantas cosas, la mayoría inútiles para lo que hoy se entiende comúnmente por utilidad, esa vulgaridad medida en éxito y dinero. Pero sobre todo aprendí a respetar a la noche, ese tiempo en que todo queda detenido, cuando los sonidos se hacen más patentes y uno puede escuchar su propia respiración.
Pensamos que la noche se relaciona con la luz, con la ausencia de luz, pero realmente lo que la define es la riqueza de silencio. Es entonces cuando hay que saber llevar bien esas horas, no perderse dentro de uno mismo al iniciar las introspecciones. Quien tiene tendencia al naufragio debe tener cuidado con mirarse demasiado al espejo de la vigilia nocturna. Por lo demás, advertidos de los peligros, la noche es terreno para conocer pero sobre todo para conocerse.
En la noche todo fluye de manera diferente, como si el tiempo tomara el paso de un gato, acariciando las superficies que pisa. Las farolas que iluminan la nada de naranja metropolitano dan a todo aspecto de cine, se esté donde se esté. La noche es momento de mirar por la ventana del hotel mientras que el amante duerme despreocupado, es la ocasión perfecta para mirar a la luna, con la curiosidad del astrónomo y la ambición del astronauta.
Cuando la noche se vuelve madrugada, a eso de las dos o las tres, es como si por un momento no hubiera ni pasado ni futuro, como si todo lo que hubiera sucedido o fuera a suceder saliera de plano. Para quien escribe tiene lugar ese suceso donde pantalla y teclas se difuminan, cuando el túnel aparece delante de los ojos y las criaturas que animamos, como pequeños dioses acomplejados, toman cuerpo en sí mismas. Es una afirmación arriesgada, pero quien mejor compone las vidas de otros necesita que todo quede estático a su alrededor para oír los latidos de sus criaturas.
Todo este lirismo se pierde cuando la noche se hace jornada laboral. Durante al menos otro par de años trabajé en un turno que iba del fin de la tarde al comienzo de la mañana. El empleo, que era más de emergencia y observación que de mecánica y repetición, estuvo siempre acompañado por la radio, que es el periodismo que mejor hace de faro cuando todos duermen. De aquel tiempo recuerdo el zumbido de los ordenadores, lo que más. Cuando el desvelo es asalariado no hay espacio para la introspección y el sentimentalismo. Consejo: coman ligero, el metabolismo cambia soñando de día.
Otro de mis viajes a la noche, durante bastantes años, fue ese en el que se está despierto en compañía de mucha más gente en busca de esa fantasía llamada diversión. No puedo quejarme del trayecto, pero me molesta la mitificación del ocio nocturno. Durante esas horas casi todos parecemos más interesantes, entre otras cosas porque también somos mucho más falsos. He visto el brillo en los ojos de los que bailan como si no hubiera mañana, pero también las manchas de orines, vómitos y sangre que los barrenderos se afanan por limpiar antes de que todo vuelva a ponerse en marcha.
En esas interzonas de lo cotidiano hay una sensación de inmunidad, de que todos los problemas quedan reducidos a cómo colmar los deseos, tan puros como egoístas, tan intensos como inmediatos. Hacerse mayor es también rechazar el cuerpo anhelante del desconocido, irte antes de ser el último, evitar que el sol te pille zigzagueando de regreso. Los discos siempre dejan de girar. Tengo la sospecha –no puedo asegurarlo– que quienes hemos estado ahí nos reconocemos como viejos compañeros de batalla. Es algo que queda en la mirada, algo que nunca hay que decir.
Lo inquietante de las nocturnidades es cuando empiezan a ser colectivas, cuando la noche deja de ser ese camino entre días en el que unos pocos nos sentíamos cómodos para volverse un estado de la vida pública.
Un día los países se despiertan y, aun con sol, sigue siendo de noche. Las cosas funcionan como lo habían hecho siempre, los trenes salen, los niños van a la escuela, el pan espera caliente en los mostradores. Pero algunos empiezan a creerse con más autoridad para mandar callar, para decidir que su normalidad debe ser la de todos, para hacer líneas entre los adeptos y los díscolos. Al principio es una oscuridad leve, como de principios de eclipse. Luego lo anega todo, como el petróleo derramado en una playa.
Cuídense de esas noches, suelen durar mucho, suelen tener muy mal despertar.