Algo de lo –mucho– que tienen en común los dos bandos enfrentados en el conflicto catalán es que invariablemente se piensa que la otra parte tiene mala fe. Los independentistas ven a las instituciones españolas como represoras, y los partidarios de la unión creen que los otros protagonizaron una gravísima insurrección carente de cualquier motivo. Otro dato que comparten es la profunda emotividad en sus posiciones políticas y lingüísticas, así como la conciencia de que el bando contrario no actúa o actuó de forma democrática. Por último, algunos españoles entienden que Cataluña es de ellos, y no de los catalanes, mientras que algunos catalanes estiman que Cataluña es solo de los partidarios de la independencia. Ideas como estas enturbian completamente los pronunciamientos políticos, y hasta a veces los judiciales.
Mi convicción es que ninguna de las dos partes acierta en el diagnóstico de lo que le ocurre a la contraria. Aunque parezca increíble, se conocen muy poco. Los independentistas no comprenden por qué a los que no lo son les importa tanto la integridad de su territorio, y los españolistas no entienden por qué los independentistas experimentan la necesidad de separarse de un país que sienten tan maravilloso como España. Es posible que el Estado español tenga fallos, como cualquier otro país, pero eso no es motivo para querer irse, sino para quedarse y contribuir a cambiar las cosas, piensan los unos. Mientras los otros entienden que ya han estado mucho tiempo intentando cambiar España y hacerse entender, pero que el hartazgo por la incomprensión ha llegado a tal límite que es imposible cualquier solución que no pase por la independencia. Estos últimos acusan a las instituciones españolas, y a buena parte del pueblo español, de catalanofobia, que sería una forma de racismo, mientras los españolistas ven a los catalanes como insolidarios y ventajistas que se han pasado su historia engañando, reclamando constantemente y victimizándose.
Puede que haya personas que sí sean catalonófobas o irredentistas catalanistas. Es cierto que hay españoles que no soportan oír una sola palabra en catalán y que hay catalanes que desprecian la cultura española en general. Pero la enorme mayoría, aunque suene a tópico, no es así.
Muchos en Cataluña no creerían que yo mismo he hablado tranquilamente en catalán con una dependienta en el mercado central de Salamanca, de manera bien audible para un buen número de salmantinos, y que ello no provocó el más mínimo incidente, sino todo lo contrario. Y otros muchos en el resto de España pensarán que en Cataluña se persigue la lengua castellana y está mal visto hablarla, cuando lo cierto es que la habla absolutamente todo el mundo y que, además, una buena parte de la población es la única en la que sabe expresarse. Pero esas historias quedan solapadas por los tópicos aciagos que todos hemos escuchado alguna vez.
Quizás haya llegado el momento de que algunos políticos en activo y retirados con influencia y responsabilidad, decidan contar la verdad que sí conocen, y que es la que trato de explicar en estas líneas. Con ello, la cuestión catalana dejará de tener ese suculento tirón electoral para unos y otros, pero los electores podrán centrarse en las auténticas políticas económicas y sociales que propongan los partidos, que son las más relevantes. Es muy cómodo para los dirigentes –y para muchos electores– que los partidos se presenten a las elecciones sin programa y con una única etiqueta como cartel electoral: “Catalunya” y “España”, pero el estropicio en cualquier terreno que ello provoca es aterrador. Además, esta historia de desencuentros ha durado ya demasiado tiempo como para que cualquiera de las dos partes piense en la victoria, por mucha fuerza o razón que crea poseer. En un tiempo en el que el mundo, por fortuna, ya no nos permite aniquilarnos, hay que pensar en una solución convivencial, sea cual fuere, siendo muy conscientes de que nadie va a conseguir todo lo que desea, como sucede en cualquier negociación.
Y el primer paso para solventar cualquier desencuentro es poner el contador a cero. No es ninguna traición olvidar el pasado, porque vivimos en el presente, y no en tiempos de nuestros abuelos. Por ello, por más romanticismo que suscite, es absurdo sentarse a la mesa del diálogo pensando en la historia, ni la de Cataluña como un territorio no español ni en la de España como territorio uniformemente unido en su destino. No conducirá a nada insistir en ello o sentir cualquier renuncia a esos pensamientos como un desgarro en el alma.
Pero no hay que olvidar que en un diálogo hay dos, y no uno solo. No se puede negociar partiendo del no reconocimiento del interlocutor. Y no se negocia con quien piensa como uno, porque entonces no hay nada que negociar. Se negocia con quien se discrepa, y hay que ser capaz de soportar oír lo que el otro dice, y ser muy conscientes de lo que piensa el otro. En España, una mayoría cualificada de la población no desea concesiones a Cataluña, y en Cataluña una mayoría muy sustanciosa no quiere concesiones de España, sino la independencia. Si queremos convencer a ambos lados buscando una solución que todos respeten, aún a regañadientes, habrá que buscar puntos en común. Entre un federalismo imperfecto como el del Estado de las autonomías, que no se aguanta, y la independencia, que es una quimera en el panorama internacional actual, habrá que buscar el espacio, que desde luego existe, y que impida que en el futuro unos y otros puedan andar pisando callos. Y de ese modo, partiendo de ese acuerdo, avanzar en el futuro de manera coherente con los deseos de la población, como corresponde en democracia.
No estoy hablando de una tercera vía. Estoy hablando de poner los raíles. Como ocurre en cualquier relación humana, el futuro es y debe ser desconocido porque el camino nunca se acaba, y esa es su belleza. Pero hay que recorrerlo, porque parados en medio de una vía muerta no se va a ninguna parte.
* Jordi Nieva Fenoll es catedrático de Derecho Procesal. Universitat de Barcelona.