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Guerra en el Caribe y el Pacífico: crímenes e impunidad de EEUU

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Opinión

Guerra en el Caribe y el Pacífico: crímenes e impunidad de EEUU

"No sólo Estados Unidos, Venezuela o Colombia se juegan su futuro en el Caribe y el Pacífico. También la humanidad", analiza Arantxa Tirado.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. EFE/EPA/FRANCK ROBICHON / POOL PHOTO
Arantxa Tirado
30 octubre 2025 Una lectura de 8 minutos
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Desde que a inicios de septiembre EEUU anunciara el bombardeo de una presunta narcolancha venezolana en aguas del Caribe, los ataques contra pequeñas embarcaciones se han sucedido y extendido hasta el Pacífico. Hasta el momento, son diez las barcazas atacadas por fuerzas estadounidenses con un saldo de 57 personas asesinadas de manera extrajudicial. Las víctimas son venezolanas, ecuatorianas, colombianas y trinitenses, algunas de ellas pescadores que habían salido a faenar en aguas territoriales, según relatan sus familiares. 

Sin embargo, el secretario de Guerra de Estados Unidos, Pete Hegseth, se refiere constantemente a las víctimas como narcoterroristas, sin aportar pruebas, y asegura que los ataques cinéticos de su fuerza armada se han producido en aguas internacionales. En su mensaje del 28 de octubre en las redes sociales, en el que anunciaba el último bombardeo, “bajo la dirección del presidente Trump”, Hegseth llega a afirmar que “estos narcoterroristas han matado a más estadounidenses que Al Qaeda y recibirán el mismo trato”. 

Estas dos referencias son relevantes. Primero, porque mencionar el comando de Donald Trump detrás de los ataques establece una cadena de mando y una eventual responsabilidad penal frente a unos asesinatos extrajudiciales que podrían ser llevados ante la Corte Penal Internacional (CPI). Este escenario es improbable porque EEUU, después de haber firmado a regañadientes el Estatuto de Roma –instrumento que da lugar a la creación de la CPI– en diciembre de 2000 con la administración Clinton, decidió un mes después de su entrada en vigor, en junio de 2002, retirar su firma ya bajo el gobierno de George W. Bush. Sin embargo, como apunta el jurista ecuatoriano Jorge Paladines, los crímenes sí podrían ser perseguidos por la justicia de los países de las víctimas o por las cortes civiles y militares estadounidenses.

Segundo, el paralelismo con Al Qaeda no es casual. Además de retirar su firma del Estatuto de Roma, EEUU decidió blindar a sus funcionarios para que no pudieran ser procesados nunca por la CPI con una Ley de Protección del Personal de Servicio Estadounidense –ASPA por sus siglas en inglés– aprobada por el Senado en octubre de 2001, semanas después de los atentados del 11 de septiembre. La ASPA fue presentada por el senador republicano Jesse Helms bajo el argumento de que EEUU no podía permitir que sus tropas y oficiales fueran a ser juzgados por “una Corte ilegítima donde Estados Unidos no tiene veto” pues, siguiendo su lógica, nada podía interferir esta máxima: “El pueblo americano, el Gobierno americano y Dios; nada entre Dios y el Gobierno americano”. 

La lucha global contra el terrorismo de EEUU después del 11-S supuso un punto de inflexión a escala interna e internacional. Sirvió para suspender garantías en la política doméstica con la Patriot Act y justificar el uso de cualesquiera métodos, legales, ilegales o alegales, contra seres humanos extranjeros que fueron deshumanizados al convertirse en objetivos militares que, como los supuestos narcoterroristas hoy, deben ser “cazados y eliminados” en el Caribe y el Pacífico, en palabras de Hegseth.  

Ni respeto a la legalidad internacional, ni a la propia legalidad

Tal y como explica el primer fiscal de la CPI, Luis Moreno Ocampo, en su libro Guerra o justicia. Hacia el fin de la impunidad, la estrategia militar de EEUU, basada en un “perímetro de ‘defensa’ global” que autojustifica sus acciones extrajudiciales y extraterritoriales por su capacidad de imponer su concepto de seguridad unilateral en todo el globo, choca con las instituciones judiciales independientes. Para que se entienda, EEUU está por encima de la arquitectura legal internacional porque tiene la capacidad de coerción suficiente para imponer su voluntad al resto de actores del sistema internacional y garantizar, así, la impunidad de sus crímenes.  

Como diría Dante Alighieri en su italiano antiguo a quienes entraban en el infierno, “Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate”. Traducido al román paladino y a la actual correlación de fuerzas del sistema internacional: no se hagan ilusiones. Ni EEUU como país, ni ninguno de sus funcionarios civiles o militares va a pagar por sus múltiples crímenes de guerra ante instancias judiciales internacionales. Tampoco es muy probable que lo hagan en cortes de terceros países pues esto implicaría la capacidad de las autoridades políticas de dichos países para ejercer la presión diplomática necesaria ante EEUU, así como la fortaleza de sus funcionarios de justicia para enfrentarse al poder estadounidense. Por lo pronto, el presidente ecuatoriano, Daniel Noboa, aliado de Donald Trump, ha declarado que se debe determinar primero si el ciudadano de su país superviviente a los ataques es inocente y si padeció un intento de asesinato por parte de la fuerza militar estadounidense.

Pero EEUU no sólo ignora o vulnera las leyes internacionales cuando no responden a sus intereses geoestratégicos, como la Historia del siglo XX y la más reciente del XXI atestigua, sino que también ignora su normativa legal cuando no le sirve para llevar a cabo sus objetivos en política exterior. Esto es lo que está sucediendo con los bombardeos en el Caribe y el Pacífico, como llevan semanas denunciando distintos congresistas ante la Cámara de Representantes y el Senado. Si no hay una declaración formal de guerra que faculte al presidente para iniciar sus ataques, el Gobierno de EEUU está operando, una vez más, en la más absoluta ilegalidad. Nada nuevo, como tampoco lo es la impunidad de sus crímenes. 

Según la propia legislación estadounidense, el Congreso es el único poder que puede declarar la guerra bajo el artículo I, sección 8, cláusula 11 de la Constitución de los Estados Unidos de América. Esto no ha sucedido. Además, los motivos usados por la actual administración para justificar su “defensa” se desvanecen ante la luz de sus propias leyes. Ni el tráfico ilegal de drogas supone “un ataque armado o un inminente ataque armado” a EEUU, por mucho que Donald Trump, Marco Rubio o Pete Hegseth traten de vincularlo con el narcoterrorismo, como tampoco la designación de un grupo como “organización terrorista extranjera” o como “terrorista global especialmente designado” faculta al presidente de Estados Unidos a usar fuerza militar contra sus miembros o cualesquiera Estado extranjero, en este caso Venezuela. Ni siquiera la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar de 2001 promulgada tras los atentados del 11-S ni la Autorización para el Uso de Fuerza Militar de 2002 contra Irak por el Congreso, lo permitiría, según la Resolución conjunta 51 presentada por Ilhan Omar y otros representantes demócratas ante la Cámara el pasado septiembre.

En este contexto, no es un dato menor que Alvin Holsey, jefe del Comando Sur, la unidad que supervisa todas las acciones de EEUU en Suramérica, Centroamérica y el Caribe, anunciara a mediados de octubre el adelanto de su retiro, lo que se ha interpretado como un rechazo a la estrategia de ataques en el Caribe. 

Una guerra multifactorial dirigida al cambio de régimen en Venezuela, pero no sólo…  

Por lo demás, el crescendo de las últimas semanas tiene elementos que deberían hacer saltar las alarmas a toda la comunidad internacional, incluida aquí una Unión Europea que calla y ampara los crímenes de sus aliados. Los ataques en el Caribe, extendidos ya al Pacífico, se unen al anuncio de Trump de operaciones encubiertas de la CIA contra Venezuela, raramente publicitadas. Todo ello forma parte de una ofensiva que tiene por finalidad última el cambio de régimen en Venezuela a través de una operación de guerra psicológica que amenaza también con una intervención terrestre. Se confirme o no este último punto, que algunos exfuncionarios estadounidenses ponen en duda, lo cierto es que los sectores más recalcitrantes de la oposición venezolana ven cada día más cerca la “extracción” de Maduro y la llegada de la “libertad” a Venezuela de la mano de EEUU, sobre todo desde que a su líder, María Corina Machado, le otorgaron el Premio Nobel de la Paz. 

Nos encontramos en uno –más– de los momentos de máxima presión de una administración trumpista hacia Venezuela. Ahora con irradiaciones regionales a Colombia cuyo presidente, Gustavo Petro, ha sido incluido junto a su familia en la lista Clinton del Departamento del Tesoro, donde se incluyen a los objetivos sancionados por la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) por tráfico de drogas y blanqueo de capitales, en este caso después de denunciar Petro las acciones letales de EEUU. Esta decisión estadounidense muestra asimismo una escalada de confrontación entre ambos países tras la llegada de Petro al Gobierno del país que fuera durante décadas principal aliado de EEUU en Suramérica, proxy en su guerra contra Venezuela y el único Estado latinoamericano socio global de la OTAN desde 2017.

Marco Rubio está cumpliendo a rajatabla lo anunciado a inicios de su mandato cuando propuso incluir a los cárteles de la droga en la lista de “organizaciones terroristas extranjeras (FTO) y terroristas globales especialmente designados (SDGT)” y abrió la puerta a incluir a los Estados que no colaboraran en la lucha contra el narcotráfico a la lista de países patrocinadores del terrorismo. De aquí a la designación de Colombia como Estado patrocinador del terrorismo, y a su presidente como narcoterrorista equiparable a Nicolás Maduro, ya catalogado como tal por EEUU, sólo habría un paso. 

La segunda administración Trump está demostrando ser el auténtico peligro para la seguridad de sus vecinos hemisféricos y de todo el globo. Pero no nos engañemos, no estamos ante una situación causada sólo por el liderazgo tóxico de Donald Trump, ni por las decisiones de personajes como Marco Rubio y sus cuentas pendientes con el socialismo latinoamericano o por un Pete Hegseth hiperventilado. 

El mundo se enfrenta a una política imperial, con líneas de continuidad histórica pese la alternancia gubernamental y sus diferencias tácticas. EEUU es un imperio en declive que reacciona desaforadamente para recuperar influencia política, territorios para la expansión de sus empresas y, sobre todo, para apropiarse de los recursos imprescindibles en aras de mantener su posición hegemónica en un sistema internacional en transformación geopolítica, con una china que le pisa los talones, también en América Latina y el Caribe. Quizás EEUU tiene a la peor dirigencia para transitar esta coyuntura. O quizás, más bien, es esta crisis hegemónica la que ha llevado al pueblo estadounidense a votar por esa dirigencia. Sea como fuere, no sólo EEUU, Venezuela o Colombia se juegan su futuro en el Caribe y el Pacífico. También la humanidad. 

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