Ante el turismo de masas, el modelo cooperativo se abre camino para defender el territorio
Las cooperativas turísticas están emergiendo como un modelo que genera empleo, preserva el entorno y ofrece sentido económico a comunidades que luchan por no desaparecer. Así lo demuestran L’Olivera, Vive Geoparque o La Surera.
El verano se despide y con él la estampa de playas abarrotadas, aeropuertos colapsados y ciudades transformadas en escenarios turísticos. España volvió a batir récords en 2024: 93,8 millones de turistas extranjeros, un 10,1% más que el año anterior, según el Instituto Nacional de Estadística (INE).
Solo entre abril y junio, antes de entrar en los «meses fuertes», el turismo dio trabajo a más de 3 millones de personas, casi 60.000 más que en el mismo trimestre del año previo, de acuerdo con los datos de Turespaña.
El turismo es uno de los grandes motores económicos del país, pero su brillo tiene un reverso. Con septiembre baja el volumen de viajes, pero los efectos del ir y venir de millones de personas permanecen durante todo el año.
«El turismo es lo que más provecho da a las empresas, pero los territorios están perdiendo su identidad paisajística, territorial, económica, local, humana…», advierte María Dolores Sánchez, investigadora del Instituto Pascual Madoz de la Universidad Carlos III de Madrid y coautora del capítulo «La cooperativa como motor de sostenibilidad en el ámbito del turismo» en el libro Turismo y Sostenibilidad. Frente a ello, defiende que las cooperativas turísticas pueden ofrecer «un modelo que no desgaste tanto el territorio» y que, además, contribuya a fijar población en zonas rurales.
De norte a sur, varias experiencias cooperativas muestran que otra forma de viajar es posible. Proyectos que no solo ofrecen servicios turísticos, sino que generan comunidad, protegen el entorno y crean empleo digno en áreas amenazadas por la despoblación o el turismo extractivo.
L’Olivera: vino, aceite y cohesión social
Fundada en 1974 en Vallbona de les Monges (Lleida), L’Olivera nació como un proyecto social vinculado al cultivo de la tierra en una zona marcada por la despoblación. Medio siglo después, sigue en pie, con actividades que combinan agricultura ecológica, producción de vino y aceite, e iniciativas turísticas que acercan su filosofía al público. «Lo que cabe destacar es la testarudez: en un pueblo de apenas 80 habitantes, seguimos cosechando la uva a mano», afirma Martí Monfort, socio y responsable de proyectos.
La cooperativa gestiona hoy 40 hectáreas. Sus productos se elaboran en dos polos: Vallbona, en pleno interior rural, y la finca de Can Calopa, en la sierra de Collserola (Barcelona). Allí también desarrollan la parte turística del proyecto, con visitas, catas, recorridos por los viñedos e incluso propuestas para los más pequeños. «En Barcelona formamos parte de la resistencia agrícola periurbana, manteniendo esta actividad en una zona donde la presión antrópica es muy fuerte», resume Monfort.
Además, la cooperativa integra laboralmente a personas con discapacidades varias, abriendo puertas en un mercado que suele cerrárselas. «Nunca hemos querido rentabilizar el proyecto social que llevamos a cabo. Queremos que la gente compre nuestro vino porque es de calidad y muy positivo para el entorno», insiste Monfort. Según el INE, la tasa de empleo de las personas con discapacidad es 40 puntos inferior a la de la población general, lo que hace más relevante la aportación de iniciativas como esta.
Para la cooperativa, sostenibilidad es un concepto integral, «no solo de forma ambiental, sino también social, generando oportunidades laborales, intentando retribuir nuestro trabajo de forma digna; y también sostenibilidad económica, que no es fácil en los tiempos que corren y en los sectores en los que hemos decidido llevar a cabo nuestro proyecto», explica Monfort. Y añade: «No vamos a competir a precio en las actividades turísticas, porque no se puede sostener y porque queremos promover actividades de calidad, experienciales, donde la gente pueda aprender cosas, vivir cosas y descubrir otras realidades de manera lenta, tranquila, organizada y en pequeños grupos. No nos sentimos cómodos con la vorágine clásica del turismo».
Vive Geoparque Granada o cómo divulgar el territorio desde dentro
El Geoparque de Granada, reconocido por la UNESCO en 2020, abarca 47 municipios y más de 4.700 km² de paisajes únicos: cárcavas, tierras baldías, yacimientos fósiles y pueblos rurales con siglos de historia. En este escenario nació Vive Geoparque Granada, cooperativa formada por guías locales que buscan divulgar el valor geológico, natural y cultural de la zona.
«Me apasiona tanto la naturaleza, mi territorio, mi pueblo, mi lugar en el mundo… Tengo mucha estima y pasión por mi zona», confiesa Guillermo Sánchez, presidente y socio fundador. Comenzó en solitario en 2018 y más tarde otros compañeros se sumaron al proyecto. Hoy, todos los socios son guías titulados que comparten la misma visión: hacer del turismo una herramienta para valorar y proteger el territorio.
La oferta es amplia: rutas de senderismo, experiencias en 4×4, talleres educativos, visitas a yacimientos y catas de vino y sabores de la zona. Todo con un mismo objetivo: «Intentamos mostrar la importancia y el valor que tiene nuestro patrimonio para que la gente lo comprenda, lo aprecie y lo respete», explica Sánchez.
Más allá del turismo, el proyecto busca fijar población en una zona castigada por la despoblación. «Si no hubiésemos abierto la cooperativa, no estaríamos en nuestro pueblo. Queremos que se conozca más este sitio y que mucha gente pueda venir a vivir aquí», señala. El propio Sánchez lo resume en una frase: «Yo no quiero tener que irme de mi pueblo. He vuelto a mis raíces y no quiero emigrar».
Con el apoyo de instituciones que empiezan a apostar por el territorio, Vive Geoparque demuestra que se puede generar empleo sin sacrificar el entorno. Pero Sánchez es claro: «Habría que fomentar más el emprendimiento en el territorio, que la juventud no tenga que irse. Los retos, si sabes cómo, se pueden convertir en oportunidades».
La Surera, un laboratorio rural de turismo y cultura
En Almedíjar (Castellón), en plena Sierra de Espadán, la cooperativa Canopia impulsa desde 2017 el proyecto La Surera, un albergue rural que combina turismo responsable, cultura y dinamización social. Sus impulsores, Grégory Damman y Raquel Guaita, regresaron a España tras años de trabajo en cooperación internacional con la idea de crear un espacio distinto. «Tanto tiempo fuera nos hizo reconectar con lo que sucedía en esta región, y decidimos intentar hacer las cosas de manera distinta», recuerda Damman.
El edificio acoge un albergue y talleres de cerámica, sonido o artes gráficas, además de actividades de bienestar como yoga. «La Surera es un híbrido entre una incubadora de iniciativas, un espacio de experimentación y un centro sociocultural», resume su fundador.
Más que un alojamiento, La Surera se concibe como un nodo de conexión entre visitantes y comunidad local. Se organizan talleres de sensibilización ambiental, experiencias de aprendizaje sobre la vida rural y actividades culturales que van desde conciertos hasta exposiciones. El espacio también acoge residencias de artistas, investigadores o colectivos sociales, lo que multiplica su impacto más allá del turismo convencional.
Damman está convencido de que el modelo encaja con las transformaciones del sector: «Creo que el turismo masivo globalizado tiene los días contados; habrá un retorno al turismo más local, a la ruralidad, por convicción o por necesidad. Espacios así, que permiten encontrar redes de apoyo, mutualizar recursos e ir experimentando, son indispensables».
Los frutos comienzan a notarse. «Hemos contribuido a ampliar la oferta cultural en el ámbito rural. Ya nos están empezando a considerar como un ejemplo», asegura. Con esta fórmula, La Surera se ha convertido en un laboratorio de innovación rural, capaz de atraer talento y visitantes, y de situar a Almedíjar en el mapa de experiencias turísticas alternativas.
Una herramienta para el futuro
De las bodegas de Lleida a los paisajes geológicos de Granada, pasando por la Sierra de Espadán, estas experiencias muestran que el turismo cooperativo no es marginal. Se trata de un modelo que genera empleo, preserva el entorno y ofrece sentido económico a comunidades que luchan por no desaparecer.
El reto ahora es que las políticas públicas acompañen. «Hay que empezar a hablar de las formas jurídicas que nos permiten integrar a los jóvenes casi de inmediato en el territorio, favoreciendo este tipo de empresas», apunta la investigadora María Dolores Sánchez.
Este reportaje pertenece a ‘Altacoop, el altavoz de las cooperativas’, un proyecto que cuenta con el apoyo del PERTE de la Economía Social y de los Cuidados del Gobierno de España.