Cultura
Carla Simón repara el pasado de toda una generación en ‘Romería’
La última película de Carla Simón recupera la historia de la juventud que en los 80 y los 90 del siglo pasado se enfrentó a la heroína y al VIH/sida. Y lo hace desde el respeto al público, con un drama que "convive con el humor, el dolor con la ternura, la incertidumbre con el amor, porque así funciona también la vida… Esa mezcla, que algunos consideran un riesgo narrativo, es en realidad lo que otorga a 'Romería' su verdad", escribe Sonia Herrera.
El preestreno de Romería en la Filmoteca de Catalunya organizado conjuntamente por la Acadèmia del Cinema Català y la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España se vivió como un acto de memoria compartida. La emoción en la sala -llena hasta los topes-, sumada al coloquio entre Carla Simón y Eduard Sola, confirmó lo que la propia directora expresó con sencillez: “es una película muy reparadora”. Y lo es porque se atreve a mirar hacia un pasado marcado por el estigma y los silencios, no desde el resentimiento ni el dramatismo fácil, sino desde la delicadeza de lo íntimo y la convicción de que el cine también puede convertirse en un espacio de desagravio.
La historia sigue a Marina, una joven de 18 años que viaja a Vigo para reencontrarse con la familia de su padre biológico, muerto a causa del VIH/sida en los años noventa tras años de enganche a la heroína. Lo que podría haberse narrado como un melodrama sombrío se convierte en manos de Simón en una exploración luminosa de la memoria, hecha de huecos, fantasías, retales y mudeces.
Como señalaron Eduard Sola y la propia directora durante la conversación posterior al pase, la película trata de algo más amplio y universal: de cómo los seres humanos construimos la memoria a caballo entre el recuerdo y la fantasía. Recogiendo esa idea, Simón se acercó al terreno cinematográfico reconociendo que lo que quería plasmar con el rodaje de Romería era más “la frustración de no saber” que la rabia, y que fue en esa falta de certezas donde encontró la materia para crear.
Frente a quienes en más de una ocasión han comentado que su estilo narrativo puede resultar frío o distante, a mi parecer Romería demuestra radicalmente lo contrario: es una película que respeta la inteligencia del espectador porque no le ofrece respuestas cerradas ni recurre a lugares comunes. En lugar de manipular la emoción, la siembra con gestos y escenas que se quedan en la piel.
Ahí está la secuencia de la danza al ritmo del mítico Bailaré sobre tu tumba, de Siniestro Total, que estalla como una alegoría de la “escabechina” -como asegura el personaje de Iago- que el jaco y el sida supusieron en las décadas de los 80 y los 90 del siglo pasado, pero también como un grito vital y una llamada a esa memoria que resarce desde la mirada de Carla Simón a las más de 33.000 personas que murieron de VIH/sida en España entre 1981 y 1999. Y es que, como recuerda el historiador Pablo García Varela, “el trauma de la crisis de la heroína ha quedado grabado en la memoria de la sociedad española, pero sorprendentemente ha sido una cuestión poco abordada por los historiadores en nuestro país”.
Otra virtud de la película es cómo retrata el territorio en el que se inserta la historia: la costa viguesa. Simón se aleja conscientemente de la folclorización o de la postal turística, y apuesta por una mirada respetuosa y sobria, atenta a lo cotidiano. Los espacios, los paisajes, las canciones o la retranca que emerge en algunas escenas en el ambiente familiar no son un decorado, sino un entorno vivo, filmado con la misma cercanía con la que aborda a sus personajes. Esa huida del tópico es clave para que Romería funcione como un relato que pertenece a todos, y no como una curiosidad localista.
El reparto sostiene con solidez este entramado. Llúcia Garcia, en el papel de Marina, deslumbra con una naturalidad que hace olvidar desde el primer plano que no es actriz profesional. Lo mismo ocurre con Mitch, cuya presencia aporta frescura y autenticidad. Ambos encarnan esa apuesta característica de Simón por trabajar con intérpretes no profesionales, y la confianza de la directora se traduce en interpretaciones limpias, nunca impostadas, capaces de transmitir verdad en cada gesto. Esa elección refuerza la textura de la película haciendo que ese equilibrio entre lo íntimo y lo colectivo rezume también en los cuerpos y voces de quienes no arrastran un historial cinematográfico previo.
Simón insiste en que “la memoria no es fiable”, pero eso no significa que no tenga valor. El cine, añade, “también sirve para generar el recuerdo”. Y eso es lo que hace Romería: inventar imágenes que completan los huecos de la memoria individual. Y, al hacerlo, nos habla de toda una generación atravesada por la pérdida, no encerrándose en lo biográfico y convirtiendo lo íntimo en un relato social que nos concierne a todos.
Ese gesto se percibe también como un acto de profundo respeto. Respeto hacia quienes vivieron ese pasado que se quiso encubrir demasiado a menudo por vergüenza y miedo al “qué dirán” y respeto hacia los espectadores y espectadoras, a quienes nunca se subestima con recursos fáciles. El drama convive con el humor, el dolor con la ternura, la incertidumbre con el amor, porque así funciona también la vida… Esa mezcla, que algunos consideran un riesgo narrativo, es en realidad lo que otorga a Romería su verdad.
Quizá por eso Simón confesó sentirse ahora más libre que nunca: “Estoy más liberada. La primera y la segunda película fueron complicadas: tenías que demostrar cosas; te tenías que demostrar cosas”. Esa liberación se traduce en una obra que se atreve a mezclar registros, a no tener miedo de la alegoría ni del silencio, y a construir una narración que no busca imponerse, sino abrirse.
Al final, Romería es, en palabras de su directora, “una película sobre el relato”. Sobre cómo contamos lo que recordamos, cómo inventamos lo que nunca supimos, cómo el cine puede llenar los huecos de la memoria sin necesidad de certidumbres absolutas. Frente a la crítica de quienes reclaman narrativas más convencionales o directas, la propuesta de Simón es clara: se puede narrar desde lo íntimo y la experiencia personal, y al mismo tiempo crear historias que dicen mucho sobre lo colectivo, sobre la memoria de una generación entera. Y hacerlo, además, con respeto, con cariño, y con una confianza absoluta en que el público sabrá acompañar ese viaje; un viaje que no se limita a mostrar un pasado doloroso, sino que lo ilumina y lo comparte con absoluta generosidad, como quien abre un álbum incompleto y, en vez de lamentar las fotos que faltan, inventa nuevas imágenes para seguir adelante.