Un momento para respirar
MacGyver contra el sistema
«Esta mañana he reparado la goma del congelador con cinta adhesiva de la que se utiliza para remendar invernaderos. Me siento como si hubiese derrotado al sistema», escribe José Ovejero en su diario.
18 de agosto
Busco una junta para la puerta del congelador –Liebherr–, porque los ratones se han comido una de las esquinas y la puerta no cierra bien. Descubro que si comprara el congelador nuevo me costaría algo menos de 500 euros. La junta de la puerta cuesta 167 euros, más gastos de envío. Obviamente, cualquiera en esta situación se para un momento a pensar si, con los años que tiene el congelador, merece la pena invertir tanto en una simple goma. Y también cualquiera reflexiona un momento sobre la indecencia de las empresas. O bien te decides por el congelador nuevo –y sale ganando la industria– o bien rechinas los dientes y pagas esa burrada por una goma magnética. De cualquier manera, obtendrán un beneficio injustificable.
La única ventaja del capitalismo es que hay marcas blancas; comprando una seguiría pagando la goma a un precio abusivo, pero me consolaré con el ahorro. Esa es también la desventaja del capitalismo: que te acabas conformando con cualquier cosa.
19 de agosto
En una serie que estamos viendo, un personaje dice: «No vendemos realidad. A nadie le importa la realidad». La frase, aparte de todas las implicaciones políticas, sociológicas y artísticas que podemos encontrarle, encaja con algo que comentábamos Edurne y yo la noche anterior. El cine se impuso al teatro entre otras cosas porque ofrecía una mayor ilusión de realidad: las obras dramáticas tenían lugar en un decorado y a nadie se le escapaba que era eso, un decorado, no un lugar real. El cine podía rodarse en el interior de un edificio existente, en una calle, en un monte. En esas condiciones podía aspirarse a la – dudosa– suspensión de la incredulidad, aunque a veces esta se viese estorbada al darnos cuenta de que un paisaje estaba pintado o de que era evidente que la escena se había rodado en estudio y luego se le había añadido un fondo rodado en otro lugar; por ejemplo, veíamos a los personajes en el interior de un coche y por detrás transcurrían escenas callejeras filmadas en otro momento, lo que a menudo conllevaba que las luces y sombras no resultasen naturales. Aunque quisiéramos creer lo que sucedía delante de nuestros ojos, un rincón de nuestro cerebro nos advertía que estábamos asistiendo a una representación con tanta estridencia como lo harían una interpretación torpe o un doblaje impostado.
Más tarde, los efectos digitales podían hacernos creer el espejismo de realidad ante platillos volantes o piruetas imposibles de superhéroes.
Ahora, como sucede en la serie que veíamos, dichos efectos se recalcan de tal manera que nos recuerdan continuamente que estamos ante una representación: cielos retocados hasta ser imposiblemente azules, un mar que primero es una fotografía y después cobra movimiento, movimientos aparentes de cámara que imitan un videojuego.
Así que el hiperrealismo tan buscado está generando una nueva manera de mirar, que descubre lo falso o ficticio a veces en lo absolutamente nítido o detallado. Como algunos decorados de Wes Anderson, que son tan perfectos que parecen una afirmación irónica sobre la realidad.
El simulacro ya no mimetiza la realidad, nos recuerda que no es real y por eso es más interesante.
20 de agosto
Estoy viendo a ratos –dura más de cuatro horas– el documental que realizó Steve McQueen sobre la Amsterdam ocupada por los nazis. No me sorprende la zafia brutalidad de los ocupantes. Me he resignado a aceptar que una parte considerable de nuestros conciudadanos, dadas las circunstancias, se convierten en salvajes –y hace tiempo que las circunstancias están asomando la patita por debajo de la puerta–. Lo que me maravilla es la cantidad de gente que arriesgó su vida, y a menudo la perdió, no ya para oponerse al nazismo y oponerse a su agresión, lo que ya es admirable, sino también para defender a personas concretas a las que no les unía ningún vínculo afectivo y a las que, a menudo, no habían visto nunca hasta darles refugio en la propia casa.
Me pregunté un momento si esa capacidad de arriesgar por alguien ajeno es exclusivamente humana –ya sé que muchos animales defienden con fiereza a miembros de su familia o su horda–, pero entonces me acordé de cuando vi desde la ventana, yo aún vivía en Bruselas, a un gato proteger de otro gato a un polluelo de mirlo, que acababa de caer del nido.
Al final, quizá tenía razón Eduard Fuchs, el coleccionista e historiador del arte al que cita Walter Benjamin, cuando escribió que lo que distingue a los humanos de los animales son las orgías.
Cuando vivíamos en Gredos, cada verano nos preocupaban los incendios. Vimos más de uno desde nuestra ventana, tanto de día como de noche y, en dos ocasiones, alertamos al Seprona porque vimos una columna de humo en los montes que veíamos desde el dormitorio.
Ahora vivimos sin esa preocupación, pero es una tranquilidad tan subjetiva como irracional. Leemos estos días sobre los incendios que se declaran en casi toda la península y sabemos que también pueden llegar aquí –¿no está media Ourense en llamas?, ¿creíamos que solo la España seca arde como una tea?–. No voy a escribir aquí sobre la desidia criminal de algunas administraciones autonómicas, pero no puedo dejar de maravillarme de la hipocresía de quienes elogian el sacrificio de los bomberos mientras les imponen unas condiciones laborales inaceptables. Recuerda tanto a los panegíricos al personal sanitario durante la pandemia, pronunciados con desfachatez por quienes estaban desmantelando la sanidad pública.
Esta mañana he reparado la goma del congelador con cinta adhesiva de la que se utiliza para remendar invernaderos. Me siento como si hubiese derrotado al sistema.