Sociedad
Refugios para seguir viviendo
En este contexto de ruido, de desinformación, de genocidios en directo, buscamos lugares físicos y mentales, cobijos que nos ayuden a construir, desde la colectividad, no un sitio hacia el que poder huir, sino un sitio para poder estar.
El artículo ‘Refugios para seguir viviendo’ se publicó originalmente en #LaMarea107. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para recibirla y seguir apoyando el periodismo independiente.
«No se puede vivir sin sueños». Hay un personaje en Pequeño Teatro, el libro que Ana María Matute escribió con 17 años, que dice esta frase, bella y angustiosa a la vez. Marco no quería dejar de tener sueños para empezar a tener recuerdos, que es lo que suele suceder cuando nos vamos haciendo mayores, cuando nos enteramos, como dejó escrito también Jaime Gil de Biedma, buen amigo de Matute, de que la vida, efectivamente, iba en serio. Porque sin sueños, la vida no existe, la vida es mentira, añadía el personaje Marco en aquella obra tan bestia de la autora catalana.
Matute, de la que este año se cumple el centenario de su nacimiento, buscó en la escritura, en sus libros y en la literatura en general su refugio particular, ese lugar en el que, más allá de hacer memoria, podía seguir soñando, podía sentirse libre. Un remanso imaginario donde vivir estando a salvo de la misma vida. En un libro se llamaba Oiquixia, en otro la Artámila, en otro el Reino de Olar. En el bosque, tituló su discurso de acceso a la Real Academia Española (RAE). El nombre era lo de menos. Siempre había un lugar al que poder ir para huir de la realidad. «Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad», dice también una de sus frases más recordadas.
Y eso hizo esta mujer a la que la guerra sorprendió siendo una niña, mientras miles de personas buscaban esos otros refugios reales de las bombas y la represión, tanto o más feroz que las propias bombas: inventar mediante la fantasía y la imaginación otros mundos para hacer frente al dolor que supone estar vivo con un poquito de empatía. Hay muchos ejemplos en la literatura, en el cine, en la música, de ese intento de escapar de las calles que nos rodean. Incluso, para poder ser en esas calles, como el cuarto propio de Virginia Woolf. Y las 500 libras.
Lo vemos a diario en nuestro día a día. Porque, de algún modo, hace tiempo que muchos de nosotros y nosotras necesitamos hallar ese rincón, ese abrazo, físico o mental, se llame como se llame, en el que por un momento desaparezca, como si desapareciera de verdad, el genocidio al que estamos asistiendo en directo, o las políticas que no tienen en cuenta los más básicos derechos humanos, o el pozo del que no conseguimos salir.
Hace mucho que necesitamos hallar ese rincón, ese abrazo, físico o mental, en el que por un momento desaparezca, como si desapareciera de verdad, el genocidio.
En psicología existe un término específico, desde el punto de vista clínico, para referirse a la necesidad del paciente de escapar del dolor mental que, salvando las distancias, nos puede ayudar a entender el momento que atravesamos. El psiquiatra y psicoanalista John Steiner definió el refugio psíquico como «sitios de retroceso, resguardos, trincheras, santuarios o paraísos terrenales de protección». La filósofa Ana Carrasco-Conde lo explica, desde esta otra perspectiva, al final de esta revista: «Todo refugio es ya, desde el comienzo, el reconocimiento de la vulnerabilidad: nos resguardamos porque sabemos que somos susceptibles de recibir una herida».
No es la solución, evidentemente, porque el mundo sigue ahí, el genocidio, la miseria, toda la podredumbre permanece intacta; pero esas pequeñas zonas protectoras nos alivian por un rato. «No pretendo que abandonemos este mundo, nuestro mundo, sino tan solo que nos aventuremos por unos instantes en los otros mundos que hay en este», explicó Matute ante la RAE.
El aire, el pueblo, el mar
¿Quién no necesita un refugio en el que sentirse comprendida, querido, acompañada? ¿O quién no ha buscado un refugio para poder gritar después de jornadas extenuantes en un trabajo que nos satura, que no nos gusta, en el que nos pagan una porquería? En la última década, 2024 ha sido el año con más bajas laborales relacionadas con la salud mental, según un informe de UGT, que añade que el 46% de las personas encuestadas en la Unión Europea sostiene que están expuestas a una gran presión de tiempo o sobrecarga de trabajo. Aproximadamente una cuarta parte (26%) dice lo mismo sobre la escasa comunicación o cooperación dentro de su organización.
Un lugar para poder estar en silencio, para que no nos lleguen los bulos, ni las bazofias, para que no nos etiqueten ni sintamos que nos estamos perdiendo ¿algo?; para que no nos aturdan ni siquiera las noticias, de cuyo tiempo de lectura, haciendo un favor más al capitalismo, nos informan los medios –«Usted va a tardar 5 minutos en leer este artículo», qué sacrilegio–. Igual están pensando también en un sitio donde poder respirar sin contaminación de ningún tipo.
El aire, el pueblo, el mar, el sonido de las olas, de las cigarras. Ese oasis en el que las vecinas siempre han estado para ayudarte a pagar el butano o la luz si un mes no llegas, esas redes de apoyo mutuo que tanto trabajo han quitado y quitan al Estado. En algunas comunidades autónomas, las prestaciones por la dependencia llegan a tardar años. Y nadie responde a las miles de quejas que, cada año, se presentan como último recurso al Defensor del Pueblo, como constata su último informe.
Quién no añora, de vez en cuando, poder arribar a un lugar como la casa de nuestras abuelas en verano, cuando éramos niños, cuando también ellas tuvieron 50 años y no importaba la hora ni nada supuestamente importante. Y si algo importaba, que fuera la digestión, que todo fuera eso, para poder zambullirte en la piscina con la conciencia tranquila y sin el eco de ‘¡niña, que todavía no han pasado las dos horas, no te bañes!’.
Quién no añora llegar a un lugar como la casa de nuestras abuelas en verano, cuando éramos niños y no importaba la hora ni nada supuestamente importante, más allá de la digestión.
«Mientras crecemos, buscamos refugio en quienes nos rodean: en los padres, en los mayores de la familia, en los amigos. A veces también en un rincón de casa –nuestro cuarto, una cama, un sofá– o en algún lugar fuera, donde parezca que el mundo se detiene un momento», explica la lectora María Pilar Cordero Pascual. Su refugio, cuenta, ha sido muchas veces el agua: «En la piscina o la bañera, en cualquier sitio donde pudiera hundir la cabeza durante un rato, como un avestruz que se esconde en la arena».
¿Dónde están esos refugios hoy? ¿Cuál es el tuyo? ¿Dónde está ese espacio en un mundo en el que la gente ya no puede tener ni siquiera una casa donde poder refugiarse? Donde la casa de tus padres –‘mi casa’ seguimos llamándola algunos a pesar de llevar fuera de ella varias décadas– puede ser, hoy, un refugio temporal –que es como están concebidos los cobijos para guarecerse de las inclemencias– pero puede volverse una cárcel si es el sistema el que te ha obligado a volver. «No es fácil cambiar de casa, / de costumbres, de amigos, / de lunes, de balcón», resuena como una triste canción, en estos tiempos de mudanzas impuestas, la Elegía y postal de Ángeles Mora. Qué mal debe andar todo cuando hablamos de refugios personales con millones de desplazamientos por el cambio climático al año, con millones de personas expulsadas por las guerras, con miles y miles de solicitudes de asilo a la espera de respuesta.
«Ya no están los padres o los abuelos, los amigos toman otros caminos, y los lugares seguros se transforman o desaparecen. Entonces entendemos cuánto sostuvieron», analiza María Pilar Cordero
«Con los años –añade Cordero Pascual–, cambiamos de refugios. Los buscamos en la profesión, en la cuenta del banco, en lo que poseemos: casa, coche, vacaciones. A veces también en los logros de nuestros hijos. Cada quien construye su propio mapa de refugios. Algunos son sólidos; otros, apenas una ilusión de tranquilidad». Y muchos de aquellos primeros resguardos, dice ella, se desvanecen: «Ya no están los padres o los abuelos como antes, los amigos toman otros caminos, y los lugares seguros se transforman o desaparecen. Es entonces cuando uno entiende cuánto sostuvieron, cuánto ayudaron a sobrevivir, a crecer, a llegar hasta aquí». Por no estar no están ni muchos de los pájaros, ni muchas de las plantas que la crisis de biodiversidad se está llevando por delante.
Reconstrucción de espacios
En su caso, hoy busca el refugio en ella misma: «En la pausa. En el silencio que me permite ordenar el ruido. En mirarme por dentro sin juicio. En detenerme y preguntarme: ¿dónde estoy? ¿Qué necesito soltar para seguir? Ahí encuentro serenidad». Sin embargo, Pilar considera que por más que una se vuelva hacia adentro, el refugio nunca es un lugar del todo individual. «Hay algo esencial en saberse acompañado, aunque no haya palabras. A veces, compartir el mismo espacio de búsqueda, el mismo deseo de calma o sentido, es ya una forma de abrigo. Quizás el verdadero refugio no sea un lugar al que huir, sino un espacio que construimos entre todos para poder estar».
«Hay que entretejerse en comunidad, enraizarse en lo local, regenerar vida y pensar que puedes comer de ello. Es un regalo y un refugio maravilloso», reflexiona Jorge Zhou
En esa parcela de reconstrucción de espacios se sitúa también Jorge Zhou, uno de los miles de jóvenes que salieron a las calles para luchar contra la crisis climática como si no hubiera un mañana. Porque es que tal vez no lo haya. «Agradezco haber perdido algo de esa angustia urgente por intentar ‘salvar al mundo’ con nuestras acciones de desobediencia civil, como si dependiese todo de cuanto sacrificase en ese momento», cuenta. Ahora, su ejemplo favorito de refugio es Enbosqueser, un proyecto de agricultura sintrópica en València: «No solo me ha demostrado el poder de regenerar el suelo, sino toda una filosofía de proteger, guardar y ampliar aquellos territorios que son nuestros».
Y concluye: «Mi amiga, que está creando este proyecto, también ha transitado esa sensación de urgencia que experimenté yo. Y sin abandonar el activismo ni lo que sucede al otro lado de las fronteras, ni dejando de tener una visión crítica y contundente de la realidad, entretejerse en comunidad, enraizarse en lo local, regenerar vida y pensar que puedes comer de ello es un regalo y un refugio maravilloso».
La mercantilización
El ritmo frenético al que nos hemos venido acostumbrando, acelerado todavía más con las redes sociales y la inteligencia artificial, hace que incluso queriendo desconectar no podamos. O no sepamos hacerlo. En su libro Refugio, Eva Morell habla del FOMO y de cómo algo básico como buscar el silencio o leer un libro se ha convertido en un negocio para las empresas, o, lo que es lo mismo, hemos llegado a un punto en el que estar al aire libre y llevar una vida austera son un lujo reservado a unos pocos [ver entrevista en páginas siguientes]. Como esos otros refugios que se construyen los ricos del planeta para salvarse –sea lo que sea que signifique esa palabra– cuando el mundo explote. Definitivamente.
En Montainhead, que se ha estrenado recientemente en HBO Max, cuatro milmillonarios tecnológicos se marchan a la montaña a ver la Tierra arder. Y tampoco hace falta irse a la ficción: hemos pasado, casi sin darnos cuenta, de ir de camping a ir de glamping, por ejemplo. Pero también a hablar, dicho sea de paso, de renaturalizar las ciudades, como han debatido durante un fin de semana de junio los participantes de Siberiana, un festival literario dirigido por el escritor Gabi Martínez en Tamurejo, un pueblo extremeño de apenas 200 habitantes.
De momento, la conexión con la naturaleza que buscaba Thoreau en su cabaña junto al lago Walden, vista como un espejismo tras la pandemia de COVID, ha terminado como termina todo en un sistema capitalista: mercantilizándose. Aun así, en Estados Unidos, y más en esta época, hay quien continúa buscando su cabaña en los bosques físicos y abundantes.
«Eso los americanos lo tienen muy dentro, esa pulsión de irse al medio de la nada, ser un poco autosuficiente y aislarse de la civilización», reflexiona Javier, un español de 45 años que lleva viviendo en Washington desde hace más de un lustro y que prefiere no decir su nombre verdadero por temor. En esas confidencias de hogueras nocturnas, en el más absoluto conticinio, siempre ha habido algo mágico, algo catártico alrededor del fuego, una necesidad de contarse, de unirse, de transitar juntos los miedos, las angustias. También, por qué no, las risas.
Javier, que vive en Washington desde hace más de un lustro, se refugia en el deporte, los libros y las series en tiempos de Trump.
Para él, la forma de refugiarse de lo que está ocurriendo en un país gobernado por Trump, donde ponerse malo significa morirse, es el deporte –como hacía Murakami, recuerda, en su libro De qué hablo cuando hablo de correr–. Pero, sobre todo, su modo de seguir sobreviviendo en ese país son los libros. En este momento está leyendo la edición en francés de L’Avalée des avalés (El valle de los avasallados), la primera obra publicada del escritor quebequense Réjean Ducharme. Aunque menos, también se guarece en las series, cuyo boom consideró un refugio en la crisis de Lehman Brothers. «Todas las series americanas, de un modo u otro, tocan temas de ahora –analiza–. Así que en los últimos tiempos he visto dos belgas, una danesa, dos finlandesas, una sueca. Y justo hace tres o cuatro días empecé, aunque vi medio capítulo porque me quedé dormido, una serbia. Ah, he visto un par de inglesas también. Fíjate, mi refugio es la ficción, pero no ambientada en Estados Unidos».
De otras generaciones
También desde la ficción encontramos claves de cómo a veces, dependiendo de la generación a la que pertenezcas, localizar refugios puede ser una tarea aún más difícil. ¿Dónde se refugia una mujer, por ejemplo, que ha dedicado toda su vida a los demás? Que nunca miró al espejo para verse, para intentar cuidarse a ella misma, para saber qué necesitaba en cada momento. Para muchas de esas mujeres, hoy nuestras madres o nuestras abuelas, según donde nos ubiquemos, vivir en esta era puede resultar dramático.
Belén Funes lo explicaba muy bien en una entrevista reciente publicada en lamarea.com sobre su nueva película, Los Tortuga, en la que reivindica la fuerza de las personas jóvenes para construir esos refugios espirituales: «Anabel le está diciendo a la generación predecesora, a su madre, que compartir los momentos malos es una forma de conectar, que la colectividad es la única forma de sanar las cosas».
Lo ha mostrado de una forma bárbara la dana, que destruyó tantos pueblos, tantas vidas, y cuyas inundaciones en Paiporta han sacado también a la superficie las heridas ocultas de la historia: restos de los refugios antiaéreos para protegerse de los bombardeos fascistas que fueron construidos bajos sus propias casas.
Otras veces el refugio llega, paradójicamente, a través de las propias tecnologías. El grupo de WhatsApp Preñaditas puede ser un ejemplo. Con más de 300 mujeres de toda España, pero con especial incidencia en Madrid, se convierte en un lugar que genera una red de apoyo a nuevas madres: desde consejos de nutrición, primeros auxilios, hasta temas culturales, políticos, de activismo… «Yo soy migrante originaria de México, llevo aquí 17 años y no tengo familia. Mi familia son mis amigas y mi red de madres. Sabes que te entienden o te van a entender», explica una de ellas. Luego, esos contactos virtuales se transforman en encuentros de carne y hueso.
Y otras veces el refugio es la propia soledad, en la que descubrimos, como en la desconcertante pieza 3’44’’ de John Cage, que el silencio no existe, que hay una melodía en el ambiente que nos roba el ruido a diario. Es lo que le pasaba, como recuerda la periodista Morell en su libro, a Fleischmann, el joven Doctor en Alaska que dejó la ciudad de los rascacielos para adentrarse en un pueblito imaginario, salvaje y agreste llamado Cicely.
El pez abisal subió desde las profundidades marinas hacia la luz, que es el mejor refugio para los tiempos oscuros. Como las luciérnagas liberadoras de Ana María Matute.
En un capítulo de esta onírica serie de los 90, recuerda Morell, él y la inteligente Maggie O’Connell se adentran en el bosque después de leer en el periódico una noticia impactante: «¡Increíble hallazgo en la tundra, los árboles hablan!». En esa escena, Fleischmann pregunta a Maggie: «No soy hijo de la naturaleza, soy hijo del asfalto y los tubos de escape, nunca he oído hablar a los árboles. ¿Qué tengo que hacer?». La respuesta de Maggie es pura poesía: «Solo escuchar».
Y si continuamos con la retórica, con las metáforas, llegamos, para los que sean de mar –hay quien se refugia en el buceo–, al pequeño pez abisal hallado en la superficie de las costas canarias el pasado invierno. Pudo ser una enfermedad, una desorientación, la huida de un depredador.
El caso es que aquel bicho con cara de pocos amigos, retratado como un ser malvado en películas infantiles, subió desde las profundidades del océano hacia la luz, que es, al fin y al cabo, el mejor refugio para los tiempos oscuros. Como las luciérnagas liberadoras de Ana María Matute, una vez censuradas, o el bosque que, desde niña, tanto la inspiró: «Allí aprendí que la oscuridad brilla; más aún, resplandece».