Opinión
De izquierda y corrupción
"Para que haya corruptos, es imprescindible que haya corruptores y un sometimiento del poder político al económico, aunque parezca lo contrario. Es necesario poner el foco en esas empresas", opina Arantxa Tirado.
España asiste indignada, una vez más, a una sucesión de casos que tienen a la corrupción como hilo conductor. Los últimos capítulos en esta telenovela que acaba de empezar los protagonizan, de momento, tres señores llamados José Luis Ábalos, Koldo García y Santos Cerdán. Se trata de dos ex secretarios de organización del PSOE, uno de ellos además fue ministro de Transportes, y un “asesor”, empleado en tareas polivalentes, que están siendo investigados por formar parte de una presunta trama de corrupción, en la que participarían supuestamente algunas grandes empresas, como Acciona, cuyo desenlace es todavía incierto.
Informes de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil o grabaciones de los implicados, que llegan a los medios, se han convertido en el centro de la actualidad informativa. La guerra de las filtraciones promete garantizar un verano entretenido, desde el punto de vista informativo, pues cada día van surgiendo datos que provocan reconsiderar las hipótesis que se habían hecho el día anterior, y nuevos actores que complejizan las piezas del puzle.
Cobro de comisiones en transacciones comerciales; amaños en concursos públicos; cohecho; contrataciones a dedo a cambio de mordidas; fraudes fiscales; falsedades documentales; tráfico de influencias o blanqueo de capitales, son sólo algunos de los presuntos delitos que se escuchan estos días. Por si fuera poco, las conversaciones filtradas contienen también comentarios sobre enchufes a esposas, amigas y amantes.
Asimismo, dejan constancia de la actividad putera de Ábalos y García, mostrando conductas morales en el ámbito íntimo que, si bien no son delictivas, ponen en bastante mal lugar a quienes, como Ábalos, se declaraban feministas mientras presuntamente pagaban por disponer del cuerpo de mujeres, como si de un objeto se tratase.
Aunque se desconoce hasta dónde llega esta red de chanchullos, qué otros políticos y empresarios están implicados, lo que ya parece cierto es que las consecuencias políticas van a ser devastadoras. No se trata solamente de un problema para el PSOE, para la imagen del presidente Pedro Sánchez o para el Gobierno, por lo demás de coalición, sino de un misil en la línea de flotación de la credibilidad de un régimen político, el del 78, que arrastra múltiples crisis no resueltas. La continuidad del Gobierno y de la legislatura están, más que nunca, en duda.
El PP trata de aprovechar el escándalo para exigir, por enésima vez, elecciones anticipadas y posicionar su “váyase señor Sánchez”, que retrotrae al “váyase señor González” que hizo célebre a Aznar a principios de la década de los 90, pero lo cierto es que ambos escenarios distan mucho de ser similares.
El PP actual no tiene credenciales para presentarse como adalid de la regeneración democrática. Difícilmente un partido que fue desalojado del Gobierno en 2018 tras una moción de censura, provocada por una condena por financiación ilegal, puede liderar una “revolución de la dignidad”, como defendía Borja Sémper hace unos días. Menos todavía cuando su actual secretario general, Alberto Núñez Feijóo, debe su cargo a la defenestración de un Pablo Casado que se atrevió a insinuar la presunta corrupción existente en las comisiones que habría cobrado el entorno familiar de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.
En medio de tanta información mareante, en la que es fácil perderse, algo parece claro. Los nombres de los corrompidos van cambiando, sus partidos también, pero las prácticas y los corruptores permanecen, igual que permanece la lógica capitalista que les da origen. Por eso, es fundamental tener una visión estructural, que no se quede en la superficie y en las responsabilidades políticas. Para que haya corruptos, es imprescindible que haya corruptores y un sometimiento del poder político al económico, aunque parezca lo contrario. Es necesario poner el foco en esas empresas a las que no se señala, cuyos directivos muchas veces se van de rositas en los tribunales y que, pese a las medidas internas que ahora dicen tomar para acabar con estas prácticas, siguen utilizando las mismas mañas para ganar contratos.
La corrupción, ¿una fatalidad histórica?
Cada vez que resurge la corrupción en España vuelven los fantasmas del pasado. En la Restauración borbónica que se dio desde finales del siglo XIX hasta el advenimiento de la Segunda República, un sistema de partidos corrupto se puso a disposición de la estabilidad de una monarquía, también corrupta, dando lugar a un bipartidismo en que la alternancia ideológica era una farsa y la democracia más aparente que real.
Que el rey emérito se haya fugado a vivir a Abu Dabi salpicado por distintos casos de presunta corrupción que no prosperan en los tribunales debido a su inviolabilidad e irresponsabilidad constitucional, no ayuda a evitar los paralelismos con la otra “restauración borbónica” que se produjo después de la Transición española.
Sin duda, la corrupción del bipartidismo actual rememora los tiempos del turnismo decimonónico. Se puede interpretar como la consecuencia lógica de las deficiencias en la construcción del Estado moderno español. Siguiendo esta lógica, la corrupción sería mucho mayor en los Estados que arrastran relaciones clientelares, de tradición caciquil, características de un desarrollo histórico plagado de abusos, desigualdades y ausencia de sentido democrático por parte de unas clases dominantes que establecen unas redes de poder impermeables a la fiscalización.
Ello se traduciría en una manera de operar alérgica a la igualdad y a la transparencia, caldo de cultivo de todo tipo de abusos desde el poder, que serían respondidos desde abajo con picaresca. Grosso modo, la idea subyacente es que, si los de arriba no respetan siquiera sus propias reglas, los de abajo tampoco se verían obligados a hacerlo.
Pero, más allá de los problemas políticos y económicos estructurales, de la conexión de momentos históricos o de rasgos de una cultura política que favorece ciertas conductas en los asuntos públicos, haríamos un flaco favor a nuestra sociedad si pensáramos que la corrupción es una suerte de fatalidad histórica, cuando no antropológica, una cualidad intrínseca al ser humano.
Esta idea, que se sustenta en una visión egoísta y de pesimismo hobbesiano, está detrás de la justificación del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la última sesión de control parlamentaria cuando se defendía diciendo que “la corrupción cero no existe”. A estas palabras se le opusieron otras, las de Gabriel Rufián, el portavoz de ERC: “La izquierda no puede robar”.
Si eres corrupto, no eres de izquierda
Las premisas éticas de las que deberían partir los proyectos políticos que ponen el bienestar colectivo en el centro y que no conciben la política como un espacio de medro propio, sino de lucha para la igualdad entre los seres humanos, son diametralmente opuestas a las que constituyen las coordenadas ideológicas del individualismo de las propuestas de derecha.
Estas provienen de la defensa de un sistema de producción y relaciones sociales que consagra la explotación de la clase trabajadora y el enriquecimiento, legal pero ilegítimo, de una minoría dominante a costa de las necesidades de las desposeídas mayorías, bajo justificaciones que se sustentan en una mal entendida libertad individual.
En diferentes momentos históricos, y en distintas latitudes, la izquierda de verdad, la que se comporta siguiendo unos parámetros éticos distintos a los de la moral capitalista, se ha distinguido por su ética inquebrantable, por denunciar los casos de corrupción con los que se ha topado en su ejercicio profesional o político, y tratar de construir un marco legal, político y social diferenciado.
El gran problema es que, antes de que lo haya podido conseguir, ha sido apartada de los lugares de gobierno, a veces por la fuerza bruta. Desde los golpes de Estado contra la Segunda República en España o contra el Gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile, los poderes económicos, esos que mandan y corrompen, se han aliado con otros poderes fácticos para abortar proyectos políticos de auténtica democratización.
Sin poner ejemplos tan extremos, la llegada a los ayuntamientos y al Gobierno central de las fuerzas políticas que cambiaron el sistema de partidos español después del 15-M, como Unidas Podemos o las diferentes candidaturas municipalistas, supusieron una nueva manera de hacer política que tampoco fue tolerada por quienes hoy, hipócritamente, se rasgan las vestiduras con los casos de corrupción ajena.
Aunque estas fuerzas estaban lejos de poder desarmar las larvadas redes de poder que consagran la corrupción de la clase dominante, sus dirigentes fueron vistos como una amenaza para el statu quo. Así, primero fueron marginados, luego ridiculizados y, finalmente, machacados para sacarlos del juego político. La presión se hizo insoportable cuando, además, decidieron denunciar la corrupción existente y no prestarse para seguir con las mismas dinámicas, como le sucedió al concejal de Economía y Hacienda del Ayuntamiento de Madrid, Carlos Sánchez Mato, expulsado por la propia Manuela Carmena de su gobierno. Presiones y acosos políticos, mediáticos y judiciales que también padecieron varios líderes de Podemos o el Ayuntamiento de Barcelona encabezado por Ada Colau.
Por eso, en un momento en que vuelve al debate público la idea de la regeneración democrática conviene recordar que una auténtica regeneración democrática sólo la pueden llevar a término quienes no comparten la moral capitalista dominante, quienes no se han dejado comprar ni aspiran a vivir de los sobres de dinero o del sudor ajeno. La corrupción no es, por tanto, un inevitable pecado individual de quienes se dedican a lo público. Tampoco es una fatalidad histórica. Todo puede ser cambiado en la Historia, incluso el capitalismo, pero, como la regeneración democrática, depende de nuestra conciencia y acción colectiva.